martes, 12 de junio de 2012

lunes, 11 de junio de 2012


SUSANA QUIROGA


 Poeta y narradora jujeña, nació un 26 de abril de 1942. Desde niña amó la literatura y ese sentimiento la llevó a estudiar Letras. Heredó de su madre la pasión por la lectura, de su padre, el aliento y alegría para encarar la vida. Su trabajo docente y, simultáneamente, su carrera literaria contaron con el apoyo necesario de su compañero y de sus cuatro hijos, alas de viento, que cimentaron la independencia que la sostiene.
Culminó su carrera docente como Rectora del Colegio Nacional Nº 1, “Teodoro Sánchez de Bustamante” de Jujuy, cargo al que accediera por Concurso de Antecedentes y Oposición, siendo la Primera mujer rectora en ese colegio centenario, y con las cátedras de Literatura Española III y Didáctica de la Lengua en institutos terciarios de formación docente.
OBRA: poesía “Mariposas”, cuentos “Ráfagas de viento”, “Poemas de la soledad”, “Salvajes luces inquietas sombras”. Su novela “Final de sitio (el río de Agustina)” mereció la Faja Nacional de Honor - SADE, Bs. As. 2004 .
En la actualidad ejerce el periodismo cultural en Páginas de revistas culturales y periódicos de diferentes medios del país y del extranjero. Coordina el grupo “Ahora o nunca Jujuy”. Dirige de la Página Literaria del Diario Pregón de Jujuy desde 2001. Es Miembro de Honor por Jujuy de la “Fundación Argentina para la Poesía”, Bs. As.
Susana Quiroga reconoce como una de las temáticas principales de su escritura, la de la mujer, con la que se ha comprometido como un reconocimiento a su psicología, a su lucha, lo mismo que la Naturaleza y su contexto, sobre los cuales continúa escribiendo, desde su lugar amado, Jujuy y desde el cual lanza su mirada al mundo.


REENCUENTRO

Volvía en la tibia tarde a sus cerros. Un poco más crecido, más alto, todavía niño con  sus catorce años. La ciudad había empalidecido su rostro trigueño. Había desdibujado la boca, había empañado el negro de sus ojos, lo había debilitado. Cuatro años parecieron cuatro siglos. Aquel padrino lejano lo había conchabado de peoncito, peoncito de los mandados, peoncito de barrer la vereda, peoncito de limpiar el almacén. Peoncito de diez años.
Aprendió a hablar más rápido, a alzar la mirada tímida hasta los ojos de quien le hablaba, a mirar algo más que tolas y yaretas. En la escuela, al principio se retrotraía. Poco a poco se fue familiarizando con los otros chicos, con los maestros. Aprendió a ser más rápido, menos tímido. Pero en el fondo de sus gestos y de su mirada, la melancólica tristeza de su raza aparecía..
El verde de estos cerros le mostraban los otros más altos, más imponentes, más desnudos guardados en sus recuerdos. La gruta de arena roja, por donde trepaba detrás de sus ovejas, asomaba en sus sueños. Y un ardor le apretaba el pecho cuando se le presentaba la sonrisa pálida de su madre muerta. Extrañaba el mágico silencio, el aire enrarecido de su cerro.
Ahora volvía porque el frío penetraba en sus huesos. Las fuerzas se iban. Los remedios no surtían efecto.
Apoyado en el vidrio de la ventana bebía con la mirada el color de la quebrada, el camino árido que lo acompañaba. Empezaba a distinguir los cactus enhiestos que con sus gestos humanos lo contemplaban. Las cruces en la cima se confundían con el azul del cielo.
Por fin, paró el ómnibus que lo transportaba. Cruzó el pueblo Y tropezando enderezó hasta el camino que serpeaba entre los cerros. Tenía que esperar que algún vehículo pasara. Se sentó a la vera del camino y con su poncho envolvió el cansancio. El viento ya le acariciaba el rostro y ese otro frío familiar le penetraba en los huesos.
Sabía que tendría tiempo de llegar al único lugar que le depararía consuelo y ese pensamiento lo mecía junto al viento.
Trepó tembloroso a la caja de la camioneta. El polvo del camino envolvía su cansancio. No sentía los golpes contra la caja. Sus ojos soñolientos reconocían las curvas, las lomadas. Paso a paso aparecía la tierra roja, la laguna azul. Se familiarizó un instante con el abismo con su cabeza pendiente, hasta que el brusco giro la volvió a su lugar.
Ya no sentía ni sus piernas ni sus brazos. De pronto, en una de las vueltas divisó su lugar, su cerro. Cuando bajó tambaleante, el viento le castigó la cara. Sabía que debía darse prisa.
Todavía tenía que trepar esa lomada. ¿Con qué fuerzas? Avanzó pateando incoherente las piedras. El sudor le bañaba la frente. Y la palidez le borraba los gestos. El frío le apretaba el pecho. Sabía que debía apurarse, no fuera que el aleteo se congelara.
El sol se perdía entre el naranjo-amarillo del cielo. Tenía que llegar.
Se limpió las lágrimas de la cara y se secó con la manga la sangre que tibia corría por su boca. Ya estaba por llegar.
Por fin, se dejó caer sobre las piedras, de cara al polvo con los brazos en cruz. Apretó la tierra dura con sus manos y esperó. Paco a poco sintió el hormigueo en sus dedos, en las palmas de sus manos; la tibieza le subía por las piernas, por su cuerpo, alejaba el frío de su pecho.
Sintió nutrirse de la fuerza madre tierra de la antigua raza que yacía entre las piedras. Entonces…relajado, sonrió.

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http://www.folkloredelnorte.com.ar/literatura/letras2.htm


JORGE CALVETTI



(1916-2002)
       Nació en Maimará, provincia de Jujuy, Argentina, en 1916. Vivió la literatura argentina de casi todo el siglo. Entre sus amigos se contaron Roberto Arlt, Alfonsina Storni y Carlos Mastronardi (de quien fue su albacea), Jorge Luis Borges y Xul Solar, entre muchísimos otros.

       En 1955 fundó el grupo Tarja, de Jujuy, y la revista del mismo nombre cuya dirección compartió con los escritores Mario Busignani, Andrés Fidalgo, Néstor Groppa y el artista Medardo Pantoja. Formó parte de numerosas instituciones culturales de nuestro país. Fue miembro de la Academia Argentina de Letras durante nueve años, e integrante de la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.). Durante 30 años se desempeñó en el diario La Prensa, y fue colaborador de innumerables revistas.

Libros publicados:
Poesía
Entre otros:
-Fundación en el cielo, 1944
-Libro de homenaje, 1957
-Imágenes y conversaciones, 1966
-La Juana Figueroa, 1968
-Solo de muerte, 1976
-Memoria terrestre, (antología), 1983
-Poemas conjeturales, 1992
-Obra PoéticaAntología, Colección Poetas Argentinos Contemporáneos, Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1997
Narrativa
-Alabanza del Norte, 1944
-El miedo inmortal, 1968
-Escrito en la tierra, 1993

EL GALOPE:

"Dic, ait" o virgo, quid volt concursus ad amnem? Qidve petunt animae? - Eneas
("Dime, ¡Oh virgen!" ¿Qué significa esa afluencia junto al río? ¿Qué buscan las almas?)
Esto sucedió el Día de los Difuntos. Para esa fecha se cumple en esa región una ceremonia tradicional que se inicia en la noche del primero de noviembre con el rito llamado de "Las ofrendas". Desde la víspera tienen preparadas, debajo de un crucifijo colgado en una pared cubierta con paños negros, dos mesas en forma de T. En una de ellas, la que hace de palo mayor - de vertical, diré -, los deudos amontonan en forma de ataúd toda la ropa del muerto a quien se recuerda; alrededor, y hacinados, gran cantidad de bizcochos, empanadillas y galletas, y al medio, exactamente debajo del crucifijo, un pan ex profeso amasado en forma de escalera. Sobre ella, unos muñecos de masa en los que creen ver figuración o representación de almas y que tienen formas impresionantes, descansan como en mitad de su marcha ascendente hacia el Cristo. A la luz de las velas pueden verse platos con las comidas que fueron gusto del difunto, y también sus "vicios": coca, chicha, cigarrillos, vino.
Desde la tarde comienzan las visitas a las casas de familias que tienen algún pariente a quien rendir el tributo de las ofrendas. Durante esas visitas, las libaciones son abundantes, de manera que todos los deudos - no exceptúo a las mujeres - esperan la noche ayudados por el alcohol.
Es de fe entre las gentes del pueblo que el alma de sus finados visita en esa noche, a medianoche, la casa donde ha vivido. Debe entonces encontrar en ella todo lo que supo querer y gustar en la tierra. De no ocurrir así, el alma "se enoja" y entonces la ruina de la familia es segura.
Cuidan, por ello, de mantener vivos en el recuerdo hasta los que fueron más particulares y nimios deseos del muerto. Esa es la razón por la cual no en todas las casas se ven los mismos elementos de ofrenda.
Esa noche, hablo del Día de los Difuntos, después de cenar, salí acompañado por Prudencio Sánchez, muchacho criado por mi madre, persona, por tanto, de toda mi amistad y confianza. Visitamos a dos familias y en ambas ocasiones, después de la tradicional jarra de chicha, tomamos "yerbiaos" nombre con que se designa aquí al mate cebado con agua y alcohol.
Cuando nos dirigíamos a visitar a los deudos de un amigo, el finado Marciano Méndez, noté que ni Prudencio ni yo conservábamos un grado normal de verticalidad, aunque todavía estábamos lúcidos y bien dispuestos.
Como he dicho, era importante llegar antes de medianoche a casa de Méndez, de modo que caminábamos a paso más que regular.
En estos lugares, cuando no hay luna, la noche es de una lobreguez cerrada y brutal. Que fuera por esa oscuridad con ráfagas de viento helado, por las fantasmagorías de las sombras de nuestros cuerpos, sombras que temblando a la luz de las velas, se estiraban en el suelo y parte de las tapias laterales, por el sentido sobrenatural de la fecha, o por la conjunción de todos esos elementos, lo cierto es que yo me había impresionado y hubiera preferido no salir. Sólo el deseo de cumplir con la memoria de mi amigo me instaba a seguir.
Mientras íbamos, quise explicarle a Prudencio que si bien yo no creía en nada de lo que inspiraba esa ceremonia, estaba seguro de que honraba al ser querido al visitar en esa fecha a sus parientes.
En rigor de verdad, no puedo decir - debo aclararlo aquí - que no creo. Soy sincero si afirmo que jamás lo he pensado. No soy hombre religioso, ustedes lo saben. No he sido hombre con fe disponible y creo que no podré llegar nunca a creerlo todo. Siempre fui pródigo en indiferencias y si alguna vez pensé en la religión como problema, fue para razonar cómo los seres religiosos pueden no ser supersticiosos; qué suerte de seguridad los lleva a creer en los misterios de la fe - que pueden ser enorme supersticiones - y a descreer en las pequeñas supersticiones - que pueden ser enormes verdades descuidadas -. Cómo administran, distribuyen y seleccionan, con tanta seguridad, en materia tan sutil.
En fin, le dije a Prudencio que no creía, porque era la verdad; pero como contra todo mi deseo soy fácilmente sugestionable y no puedo conservarme impasible como lo pretendo, me favoreció mucho que él, muy tranquilo, me hallara razón. Recuerdo que agregó despectivamente que "todos eran cuentos de ignorantes y tonterías"; más importancia que el ritual de la noche tenía para Prudencio una botella de ginebra casi llena con que le habían convidado. Con ánimo robusto el hombre estaba dedicado a vaciarla y a cantar coplas.
Le repetí que nos apuráramos a fin de llegar a la hora debida a lo de Marciano. Buscando otras explicaciones para mi excitación (otras, además de la oscuridad, del viento y de los batidos trapos negros que no se alejaban de mi memoria) recordé cuánto me impresionan y dominan los estados de ánimo colectivos... "Todos creen aquí, pensaba yo, y con secreta debilidad agregaba:..."pero tenemos razón nosotros, nosotros estamos en la verdad, aunque nos sintamos borrachos".
A pesar de que las linternas también me impresionan, por nada del mundo hubiera apagado la mía. De rato en rato iluminaba a Prudencio, y él, siempre sonriente, aprovechaba para ver cuánto quedaba de ginebra en su botella. Estábamos llegando a Pueblo Nuevo, cuando se detuvo para hacer aguas (orinar). Al reanudar la marcha comenzó a cantar con aire de baguala: "Si solterito me viera / no me volviera a casar / por lástima de mis ojos / no los hiciera llorar..." Podía haber alguna intención en sus versos - yo acababa de separarme de mi mujer - y lo hice callar. "En noche como ésta no me gustan coplas, ni cantos", le dije, "quiero cumplir y nada más. Vamos, ligero"
Es extraordinario. Ahora pienso que con mis urgencias sólo conseguía hacerlo sonreír.
Cuando nos alcanzó la luna me alegré mucho. En la Quebrada ella es la gran riqueza del cielo y de la tierra, y su presencia me tranquilizó. Casi con alegría, tomé la huella del camino, seguido por Prudencio y su botella.
Fue cerca de la curva de Don Cosme Cruz, donde sentimos un galope. Ibamos caminando - y a la vez - escuchando con atención. "Vienen de arriba", dijo Prudencio. "Si", le contesté: "deben de estar más allá de la casa de Guillo Padilla" (aclaro que aquí, "arriba" es el norte y "abajo" es el sur; pura verdad topográfica, nada más). "Son muchos", agregué, "más de veinte...¿no?" Mi compañero se detuvo para escuchar mejor y responder a mi pregunta. "Vienen del lado del cementerio", afirmó, "pero más parece una tropilla que se hubiera asustado...porque es un galope 'amontonado' y loco".
No pude menos que admirarlo, era una observación formidable. "Tenés razón", le repliqué, "tenés razón. Es una tropilla asustada; doblando el camino, la toparemos".
Pero al doblar hacia lo de Guillo vimos las huellas del callejón blancas y solitarias...y trepidantes. El galope se acercaba frenético y clarísimo, pavoroso.
No había calle ni senda transversal; entró a dominarme el miedo y miré a Prudencio como para que me salvara. El, a mi lado pestañeaba rápidamente, nervioso. El galope estaba muy cerca ya, y era como el de un malón. Entonces, para mí, que Prudencio se enloqueció. Arrojó la botella hacia delante, con energía espantosa, como contra alguien. "Cuidado", gritó y me dio un empujón hacia la cuneta. Yo rodé entre los yuyos mientras el galope me envolvía en ruido. No vi a nadie. No vi nada. Cuando pasó, busqué a Prudencio...lo encontré como a quince metros atrás de mí, mutilado y pisoteado, todavía caliente, húmedo, vaporoso de sangre y tierra.