Trabajos de alumnos del colegio referido a la lectura, análisis y producción de textos de autores jujeños.
viernes, 7 de octubre de 2011
domingo, 31 de julio de 2011
Leyendas jujeñas
El familiar
L
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as grandes empresas azucareras de Jujuy, como las de Salta y Tucumán,
lograron su riqueza y rápida prosperidad gracias a “El Familiar”. Así dice la
leyenda, y así lo han oído todo aquellos que trabajan en los ingenios, peones o
profesionales, empleados o capataces.
El origen del mito es paralelo con el desarrollo industrial del noroeste
Argentino, pero el numen argumental deriva del primer pacto que el hombre
celebra con Satanás, en otras palabras “El Familiar” es Satanás.
Los dueños de las grandes fábricas han cedido a la tentación y le
prometieron el alma a cambio de la riqueza. El diablo acepta el negocio pero se
quedara cerca, escondido en oscuros sótanos o siniestros galpones, para vigilar
el estricto cumplimiento de las cláusulas del contrato.
Una de ellas establece la obligación por parte de los propietarios, de
entregarle un obrero por año que será devorado sin compasión por “El familiar”,
que para ese menester, habrá adoptado la forma de una enorme serpiente a
quienes todos conocen como el “Viborón”. Únicamente lo ven por primera y última
vez aquellos que serán devorados.
Es común en los Ingenios, que con la ultima molienda de caña de azúcar,
se arroje a los trapiches un muñeco que representa al obrero que los
propietarios del Ingenio deben entregarle a Satanás, para así conformarlo y no
llevarse a nadie más.
En otras versiones, El Familiar toma el contorno de un feroz y enorme
perro negro sin cabeza que como el Viborón aguarda su cuota de carne humana
agazapado en los tenebrosos rincones del ingenio.
Entre los miles de zafreros (Cosechadores de la Caña) que año tras año
dejaban los ocres pueblos de la puna para levantar la cosecha en los ingenios
del Ramal, no faltaban uno, dos o más desaparecidos por mil razones distintas,
que servían para avivar el recuerdo terrífico del Familiar y aumentar el
resentimiento del obrero misérrimo para con los patrones rodeados de opulencia.
Las condiciones del trabajo fueron cambiando con el tiempo y esta
leyenda fue perdiendo adeptos. Hoy en día el Viborón es un capataz odiado o un
jefe de sección arbitrario.
El ucumar
T
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ambién se le llama “UKUMAN”. Proviene de la voz quichua y quiere decir
“cuerpo, parte material de un ser animado”. Eso es lo que era : sólo un cuerpo.
Un cuerpo horrible sin alma aparente. Las cosas tan feas tienen prohibido
rondar por el abanico de los sentimientos. Y era mujer, cubierta de pelos
negros, largos, sucios, duros, pero elásticos. De las líneas de su rostro sólo
se destacaban dos ojos pequeños, intensos, oscuros y hundidos. Los pelos que le
nacían en la frente caían sobre la nariz y la boca, separados apenas por
bufidos y manotazos a uno y otro lado. La boca era un tajo enorme y baboso, y
los dientes salidos, aislados unos de otros, cada cual con su propio ángulo.
Si tenía senas senos o no era cuestión de polémica entre los habitantes
de la aldea mitad selva mitad andes.
Cuando nació, su padre quiso ahogarla. La madre, la protegió entre sus
brazos y no la abandonó nunca. Tuvo más amor por el pequeño monstruo que por
sus cinco hermosos hijos anteriores. Por su celo y por su pena fue quedando
sola y enfermó. Mientras agonizaba, con más fuerza que nunca abrazó y miró a
ese cuerpo extraño que ella había parido.
Arrancaron de su cuerpo, rígido ya el engendro que bramaba y aullaba.
Quiso la suerte que fuera arrojada a un rincón de la enorme choza, hasta tanto
se cumplieran los ritos funerarios con la madre. Cuando regresaron los hermanos
y el padre sin saber que hacer, entre los murmullos de la otra gente, la
encontraron acurrucada y lanzado sonidos extraños, como si llorara. No fue por
misericordia que salvo la vida. Había miedo en la choza.
Como no se le veían órganos genitales, pero sus piernas se manchaban de
rojo cada luna, fue la “ucumara”.
Se hizo enorme, hosca y gruñona y al parecer, temerosa.
Uno de los hombres de la aldea, de su mismo tiempo, entre crepúsculos y
soledades se acercaba furtivo a la aldea- choza con creciente asiduidad. No
temía ni lo inmutaban los gruñidos y saltos ostentosos con que la “ucumara”
retribuía sus visitas, que eran breves,
pero tensas. Un día le arrojó frutas y otro día un trozo de carne humana. La
tribu devoraba a los prisioneros de guerra y el dueño del enemigo muerto era el
dueño del banquete. La “ucumara” comió y no dejó restos. Estaba entendido
entonces que apreciaba el obsequio y por consiguiente el hombre lo repitió
tantas veces como pudo, recibiendo en pagos gruñidos más suspirados, saltos
menos agresivos.
Un día la aldea en pleno se encaminó al río distante, para cumplir la
ceremonia anual de adoración a la creciente tumultuosa y atronadora que traía
el deshielo de las cumbres blancas. El hombre regresó, eligiendo rincones para
no ser visto y luego de una lucha feroz,
violó a la “ucumara”.
A partir de entonces su hosquedad fue total y su furia aumentó. Odió a
los hombres y al mundo circundante. Las piedras de su choza desaparecieron, arrojadas
con increíble fuerza contra todo ser viviente que se aproximara.
Cuando no tuvo más piedras, huyó.
Regresó una tarde tormentosa y raptó a su violador sin que nadie se
atreviera a detenerla, menos aún la víctima, vencida su resistencia a golpes y
arrastrado de una pierna por los peñascos y huaycos hasta la pétrea guarida
donde, imaginamos, llegó más muerto que vivo. Allí tuvo que elegir entre la
vida y las nupcias: escogió el amor, y por un tiempo su ritmo fue el ritmo de
la “ucumara” que, ya grávida y desconcertada, con el abdomen hinchado y
palpitante, pensaba más en sí, que en su complaciente prisionero. Un día creyó
encontrar oportunidad, cuando el monstruo gemía con los dolores del parto.
Huyó de la caverna, rápido y temeroso, pero la “ucumara” entre rugidos y
dolor, lo alcanzó. Le arrancó la cabeza y arrastró el cuerpo de su amor hasta
la caverna. Entre llantos y convulsiones se lo comió.
Poso después nació otra UCUMARA, toda cubierta de pelos, negros, duros,
pero elásticos, de la cabeza a los pies. Amamantó a su hija, le enseñó a comer
carne roja y cuando el retoño ya cazaba con sus manos, con un rugido del alma,
murió de muerte sencilla y se fue al cielo de los monstruos, en la paz de la
montaña.
La leyenda se bifurca a partir del nacimiento del UCUMAR . Una vertiente
afirma que el llanto del monstruo, por la muerte de su madre, era tan fuerte y
desgarrados que llegó a los oídos de Wiracocha – espuma de mar- dios blanco de
largas barbas rubias que gobernaba el Cuzco y para calmar su pena, le prometió
la inmortalidad. Otro venero mitológico
sostiene que Wiracocha se presentó al ucumar y para castigarlo por sus crímenes
y lascivia, le dio la vida eterna vagando por los cerros y selvas. Así también
lapidan a los violadores sobre quienes pendía la permanente amenaza de ser
devorados por el ucumar.
La leyenda, de origen peruano, está muy difundida en Salta y Jujuy. En
nuestra provincia se ubica al monstruo
en los departamentos de San Pedro y Ledesma rondando los ingenios azucareros.
La imaginación popular lo hacía prisionera o accionista de uno de ellos.
miércoles, 27 de julio de 2011
AUTORES JUJEÑOS
AUTORES JUJEÑOS
Alberto Elías Alabí Dahan
Biografía
Nació en 1959 en Jujuy. Profesor Universitario y Vicerrector del Colegio
Nacional fundado por Sarmiento en 1869. Distinciones: Primer lugar en el
Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006; Tercera Mención Premio
Federal Cuento 2000; Mención de Honor del Jurado Premio Federal Poesía 2003 del
Consejo Federal de Inversiones; 2º Premio III Concurso Provincial de Teatro
2004; Premio Artes y Letras en 1992, 1993 y 1995; Mención Especial en el 45º
Festival Nacional de Cosquín 2005. Colabora en investigaciones lingüísticas con
Flora Guzmán, escritora y esposa del novelista Héctor Tizón (EDIUNJu
1996-1998). Miembro de la revista "El Duende"; jurado en certámenes
literarios nacionales y regionales; representante en la Feria del Libro junto a
los poetas Jorge Calvetti y Domingo Zerpa en 1997 y 1998. Colaborador en
publicaciones especializadas en Lingüística y Literatura. Libros editados:
"Bitácora del Aire" (1995), cuentos, Ed. Cuadernos del Molle, Jujuy;
la novela "Manual para ya no Amar tanto la Patria" (2002). Ed.
Cuadernos del Duende, Jujuy; el libro de cuentos "Observatorio de
Traiciones y Fugas" (2006), Editorial Visceralia, Santiago de Chile. Su
obra figura en antologías poéticas y narrativas de Argentina y su cuento
"Tres Patas" fue publicado por Edinexus, España en "Historias de
Fútbol, días de mundial".
CHAROL - ESPEJO
Alberto Alabí
Vos debés ser nuevo, ¿no?; ¿tenés hermanito? A tu edad yo también ya
lustraba. A veces se me da por acordarme; no sé, será la edad o el cajoncito.
Yo también tenía cajoncito hechizo, sin banqueta, me sentaba en un tarro de
leche Nido. Pero me acuerdo que la moda obligada (sin resentimiento, no te
creás) era casimir inglés con chalina de alpaca sobre los hombros (¡había que
tener chalina de alpaca!) Los zapatos tenían que ser Guante prusianos, el
sombrero de fieltro con visera volcada, la camisa Lavilisto blanca y Atkinson
detrás de la oreja para los grandes. Bidú, Gomicuer, suspensores Casi,
Far-West, Glostora y pastillas Volpi para los chicos. Digo para los hijos de
padre con chalina (esta bigornia está chueca) Yo lustraba en la Belgrano y
Necochea, me decían Hijito. Era el preferido de los subtenientes del 2 de
Montaña, porque nadie dejaba las botas como yo. Primero una desbarrada general.
Ahí nomás el Monje Negro preparada con saliva pura, una cepillada rapidita y el
tincazo en la puntera para cambiar de pie. Mientras se oreaba la pata
izquierda, repetía en la derecha. Después una castigada furiosa de paño blanco
con el trapo de algodón. Ahí la bota quedaba caliente y sobre el pucho una
untada generosa de Guasinton marrón militar. Primero la caña, bajar despacio
hasta la capellada y rematar con la zurda el contrafuerte y con la derecha la
puntera. Parece que le hacía como cosquillas, porque en ese momento el milico
dejaba de mirar a las chuchetas del centro y clavaba la vista sobre la nuca de
un servidor. Cuando me daba cuenta de que el coso me estaba mirando, sacaba los
peludos y soltaba la fiesta: ponía los dos cepilllos en la derecha y -mientras
me hacía el de buscar en el cajón- tiraba un cepillo al aire que pegaba un
mortal limpísimo, pero yo me hacía el ocupado más en la búsqueda que en los
malabares. El cepillo volador daba dos vueltas impecables en el aire y caía
siempre contra la espalda del que quedaba en la mano. Yo (¡mentira!) seguía
atareado buscando en el cajón, ¿ves? Cuando decidía encontrar la cera, remataba
el acto con un salto mortal triple del volador y lo dejaba clavarse pelo a pelo
con el de la mano. Esto almidonaba al militar y entonces remataba el acto con
una rutina fragorosa de paño galopeado -previo toque de cera por toda la bota-.
El final me dejaba la misma sensación que te da comer puchero, no sólo por el
jueguito de los cepillos, que era como condimentar el plato, sino por el
resultado charol-espejo de la bota; era como el eructo de la satisfacción.
Después, como de postre, una franeleada con el trapo con la propaganda de
Delgado -para relajar ¿ves?-, y terminaba el acto con una sonrisa de nene
inocente. ¡Mira vos, nene inocente, ja! (calzá el cajón que está en falsa
escuadra) Me encantaba la palmada de los subtenientes rubios y de bigotes que
me pagaban sin esperar el vuelto (no, papá, primero sacá el barro) Pero me
ponía como loco cuando me decían “Pibe, sos un campeón” No por lo de campeón,
sino que pibe me sonaba a porteño, ¿ves?; se me hacía que no estaba en esa
esquina, sino en Buenos Aires, y que los milicos rubios eran mis amigos.
¡Fijate, un lustrín amigo de los porteños y de los milicos! (la botamanga,
levantá la botamanga) Para esa época, mi mamá ya pedía (¡guarda la media,
pendejo!) A mí me daba una rabia bárbara que pidiera cerca de donde yo
lustraba, porque todos me jodían. Los únicos que no me jodían eran los milicos,
pero los otros me volvían loco. Es que mi vieja era muy joven todavía. De ahí
me quedó el apodo de "Hijito", todos me decían Hijito (¡que te parió,
guarda la media!) El que empezó creo que fue el moto Borsa, ya no vive. La
miraba a la vieja como para dibujarla. Puta, y yo le rogaba que no cruzara la
calle cuando los autos tenían luz alta, porque se le traslucían las piernas,
pero ella nada. Era como hacerme la contra, cruzaba justo cuando el moto Borsa
o el loro Chorbandi acomodaban los diarios junto a mi cajoncito. Yo de rabia
lustraba como loco, me desquitaba con los trapos y ni escuchaba lo que me decía
la vieja, porque me daba cuenta de que estaba presumiendo: hablaba para los
otros, decía cualquier cosa; no sé, me contaba que había comprado carne para el
almuerzo, pero siempre la morfe era mate y bollo, o decía que se había cruzado
con mi maestra y a mí me habían echado como dos años antes (¡eh!, ¿qué me
querés romper el tobillo?) Para colmo, hablaba a los gritos... Es que era
joven, ¡qué querés! Gracias a Dios que los malevos se cortaban cuando ella
estaba cerca y medio que se ponían respetuosos conmigo (ojo, la media) Pero lo
único que yo quería era que se fuera. Finalmente se iba y era la misma
sensación de volver a tragar aire, como cuando me nebulizaban en el hospital.
Pero el remanso no duraba mucho porque, bien se alejaba la vieja, desaparecía
el respeto contenido y de nuevo comenzar las historias de carne, saliva y
gritos en las que mi mamá era siempre la actriz principal, ¡moto hijo de puta!
(¡apretá el trapo, maricón!) Para lustrar en la Belgrano y Nechochea hay que
ser pesao (¡poné más pomada, carajo!) El lugar se gana a lo macho y a lo macho
me lo gané. Antes no era como ahora, no, antes había escalafón jerárquico, y
tuve que desplazar al titular por la razón o la fuerza (¡no, no, dejalo que se
oree más!) En orden ascendente fueron: el ciego Abán (violín estallado contra
el piso); Vidalita Tolaba (sustracción de bicicleta y lesiones en el cuero
cabelludo); la Calandria Vega (atenciones sexuales); el Pocoto Abeijón (amenaza
de incendio en el domicilio particular) Llegar a instalar el cajón en la
Belgrano y Necochea no sólo me costó las maniobras anteriores sino caerle
simpático a Borsa y Chorbandi. Costó bastante, pero de a poco me los fui
ganando; claro que tuve que comerme muchas delicadezas referidas a mi madre. Lo
fiero no eran las bromas, sino esas risas gritadas como alaridos con las que se
festejaban las ocurrencias -sonaban como despertadores dentro de una olla, como
cajas de herramientas derramadas en un confesionario-. Pero algún sapo hay que
tragarse. ¡Pobre vieja!, en esa época todavía sabía vender flores (primero
calentá con el cepillo y después pasá el trapo, chambón) Los pobres nunca
pueden ser felices del todo, ya te vas a dar cuenta, changuito. Cuando logré
instalar el cajón en la esquina, no pudimos celebrar como corresponde porque
justo se había muerto la criatura. No es que no tuviera pena, no, pero había
logrado un lugar tan importante que quería estar alegre (aflojá los cordones y
meté la pomada debajo de las trenzas, no, en los dos, ¡boludo!) Me duró poco la
alegría porque como a la semana empezó a caer mi vieja. Se había atado el pelo
con un pañuelo verde y acarreaba al hermanito muerto como si estuviera vivo; ya
se le notaba una cosa rara en los ojos. Al principio no dije nada, pero como a
los dos meses la cosa seguía, entonces empecé a hacerme el que no la conocía
(mirá, la próxima mancha y no te pago ni mierda) ¡Qué querés! era visitarme
todos los días con el fiambrecito. ¿Vos has tocado el cuerpito frío de un bebé
muerto? La verdad es que estaba muy frío, ¡puta, eso era lo que me
impresionaba! La pobre vieja me saludaba, hacía que lo besara en la frente
helada y se me instalaba en el descanso de mármol de la farmacia para amamantar
a la criatura muerta. Así estaba durante horas, cambiando de teta al cadáver de
mi hermanito muerto, hasta que había que levantar el cajón y rajar para la
casa. Para colmo yo tenía que cocinar y volver. Y volver era volver a escuchar
las historias de Borsa, que sin sacarme la risa de encima decía que «todo era
nada más que para mostrarle las tetas» (¡que te reparió, la tinta está aguada!,
limpiá, limpiá. ¡No!, con el trapo limpio, ¡pelotudo! ) La calle te enseña de
todo. La calle es de nadie y te la tenés que ganar. Es cosa de ver quién es más
macho. Primero, llegás y tenés que aguantar, después vas midiendo al más blando
y lo apretás, después al otro y al otro. Después te ganás un puesto y esperás,
siempre hay un momento para ascender o para desquitarte porque esa es la ley de
la calle: vengarte o ascender. La calle siempre te da desquite. Pasan autos y
alguien -sin querer- empuja a alguien, eso es desquite; se le muere un pariente
a un lustra y cuando vuelve del velorio, su lugar ya está ocupado, eso es
ascenso. Pero en la ley de la calle nadie pide explicaciones ni por el puesto
perdido ni por el accidente dudoso. Entonces, casi sin querer, vas sabiendo de
qué se trata. Y, de repente, sos el dueño de la calle y organizas a los lustras
para que trabajen para vos, eso da guita. Entonces te entran a respetar. Y
ahora sos el dueño de la calle y ya no tenés que lustrar, ahora te lustran y te
respetan. Ya no le tenés miedo al moto Borsa -porque murió en un accidente-, y
el loro Chorbandi festeja tus ocurrencias con esas carcajadas de fierrerío
estallado en el piso. Ahora sos vos el de este casimir inglés y esta chalina de
alpaca... — ¡Pero qué carajo tengo que contar esto!... Lustrame, pendejo.
Lustrá bien, carajo. Terminá rápido que ahí viene la loca del pañuelo verde...
¡Yo no sé qué mierda le tengo que contar esto a un pendejo como vos!...
¡Lustrá, carajo!
AUTORES JUJEÑOS
Héctor Tizón
Argentino
1929
Héctor Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Yala, provincia de Jujuy.
Fue abogado, periodista, diplomático, exiliado y regresado. Por estos días es
Juez de la Corte Suprema en su provincia natal y uno de los mejores escritores
de lengua española. Ha viajado largamente por el mundo; como diplomático de
1958 a 1962, como exiliado de 1976 a 1982. Vivió en México, París, Milán y
Madrid, pero "su lugar en el mundo", al que vuelve una y otra vez, es
Yala, Jujuy. Su primer libro fue publicado en México en 1960, A un costado de
los rieles. Parte de su obra, siempre fiel a sus raíces y su lugar de origen
con sus mitos e historias, ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco y
alemán. A su actividad profesional como juez y escritor, le suma también el de
Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, "cargo" que le
otorgara el gobierno francés recientemente.
.: Obras de Héctor Tizón
-1960 A un costado de los rieles
-1969 Fuego en Casabindo
-1972 El cantar del profeta y el bandido
-1972 El jactancioso y la bella
-1975 Sota de bastos, caballo de espadas
-1978 El traidor venerado
-1984 La casa y el viento
-2006 Cuentos completos
-2008 El resplandor de la hoguera
.: Premios otorgados a Héctor Tizón
-2004 Konex de Brillante
.: Textos para leer de Héctor Tizón
Anotaciones sobre la Guerra Sucia (Cuento)
Discurso de Hector Tizón en el Congreso de la Lengua celebrado en
Rosario, Argentina (Discurso)
Epifanía (Cuento)
Nunca es posible regresar a nada (Cuento)
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Un alargado grito, un llamado; algo que se escuchó con toda claridad desde el viaducto hasta el vaciadero municipal de basuras, y aún más allá, interrumpió la sosegada siesta de los ranchos. Nosotros, que desde el mediodía estábamos tratando de pescar algunas viejas, levantando con la parsimonia necesaria las piedras de la costa luego de haber enturbiado el agua, también lo oímos. Prestamos atención entonces y volvimos a escuchar:
-¡Eh! ¡Julián, Segundo, Gertrudis, Gabino, doña Trinidad! ¡Vengan todos!
Buscamos al autor de los gritos y enseguida lo distinguimos. Nicolás agitaba los brazos y volvía a repetir sus alaridos, desde la copa inmensa de un sauce.
-¡Petróleo! -exclamó-. ¡Es petróleo!
Sinceramente creo que aunque había escuchado alguna vez esa palabra no conocía exactamente su significado. Por eso quizás El Laucha y yo, a pesar de los gritos, no prestamos mayor interés al asunto. Por el momento nos preocupaban las viejas; alguien había ofrecido comprárnoslas a razón de dos por quince centavos y además nos gustaba meter los pies en el agua. Eso era bueno. Incluso creo que El Laucha, o yo mismo, no recuerdo bien, dijimos:
-Nicolás ya está machao de nuevo.
Nos encogimos de hombros. El agua estaba buena y si juntábamos unas veinte viejas más ya alcanzaría para algo: una camiseta de Boca Juniors que quería El Laucha y también para esa careta de burro que a mí me gustaba para Carnaval. Era una linda careta la que había visto, grande, de largas orejas suaves y a la que creo, por añadidura, vendían con un pito, para Carnaval.
De modo que seguimos tratando de sacar el mayor número de viejas posible, por la costa, aguas abajo.
De vez en cuando pasaba un tren y la vibración de su marcha, el torvo sonido de la locomotora llegaba hasta donde estábamos. A veces ni siquiera levantábamos la cabeza para mirarlo, pero cuando lo hacíamos alzábamos la mano saludando a los lejanos pasajeros que miraban tristes o indiferentes desde las ventanillas.
-Raúl -me dijo por ahí El Laucha-, ¿vos sabés lo que es petróleo?
Deploré, no lo niego, no estar al tanto lo suficientemente sobre petróleo. Pero dije:
-Sí.
-¿Es eso que les echan a las máquinas? -volvió a preguntar.
-Sí.
-¿Para qué sirve?
-Andá a saber -dije yo.
El sol se había ocultado hacía un buen rato. El agua estaba turbia y ya casi no distinguíamos nuestras propias manos.
-Vamos -dije entonces-. No se ve.
Fue un trabajo duro llevar entre los dos la bolsa con el pescado a cuestas.
Atravesamos la playa del río, subimos al terraplén del ferrocarril y nuevamente bajamos. Entonces distinguimos las luces del caserío; había más que de costumbre. Escuchamos el sonido de fuegos artificiales y el loco ladrar de los perros; desde más cerca ya el viento traía con intermitencia voces, gritos, risas y después nuevamente los estampidos, carcajadas de pobre gente alegre. Hasta que llegamos al descampado, junto a la playa, desde donde comenzaba el rancherío que se extendía barranca arriba. Casi hasta el borde del alto terraplén de las vías ferroviarias.
Aparecimos por el patio del fondo arrastrando nuestra bolsa de pescados. Todo estaba de fiesta. En la casa de Nicolás se bailaba al compás chillón, desafinado, monótono de una ortofónica. Allí estaban todos, habían abandonado sus propias chozas para venir a juntarse aquí, a escuchar la música de la ortofónica y a reír, como cuando llegaba el Carnaval. Me acordé de pronto de la careta de burro y dije:
-Miren. Son ochenta y tres.
Mi tía, que iba y venía, riéndose a carcajadas, sin prestar mayor atención a nuestra bolsa, dijo:
-¿El qué?
-¿Cómo el qué?... ¡Esto!, las viejas.
-¡Bah!... ¿Para qué eso ya?
-Son más de diez pesos. Sacamos la cuenta uno por uno. Este se comprará una camiseta y yo una careta de burro, cuando las vendamos.
-¡Ja, ja, ja! -se rió mi tía- . ¿Para qué ya eso? ¡Hay petróleo, vengan y vean!
Un poco decepcionados dejamos la bolsa en un rincón y fuimos detrás de mi tía.
Bertoldo, un viejo ferroviario inválido, había descubierto el petróleo.Yo y los demás y todas las cientos de personas que llegaron después escuchamos su historia. Y a cada uno que llegaba a preguntar, Bertoldo, limpiándose una supuesta mugre de la boca y escupiendo luego hacia un costado, le contaba: se había levantado esa mañana y después del mate decidióse a plantar unas calas.
-Traeme la pala que voy a poner una fila aquí, al lado de esta barranca -le había dicho a su mujer. La mujer le llevó la pala, y luego de quince minutos de afanoso trabajo, mirando el fondo del pozo que había abierto, dijo:
-Aquí hay un barro podrido, negro y hediondo. Siguió cavando, pero después el barro se hizo menos denso y al cabo todo el fondo estaba cubierto por una superficie negra y líquida. Entonces cesó de trabajar, consultó a su vecino y luego a otro y a otro. Comenzaron a cavar nuevos pozos y el resultado se fue repitiendo. Hasta que Nicolás dio el aviso con aquellos alaridos que a todos les volcó el corazón.
Esa noche, mientras algunos bailaban y reían a carcajadas alrededor de la ortofónica, el resto recorría la zona desde la playa hasta la falda de la barranca husmeando los rincones. De lejos se dis- tinguían las luces de los faroles encendidos moviéndose, deteniéndose, volviendo a andar de un lado para el otro.
Nicolás ahora vagaba por las vías como un loco, llamando a gritos a los desconocidos e invitándolos a que vinieran a nuestra casa:
-¡Vengan, vengan! -decía-. ¡Todos seremos ricos!
Al cabo llegaron dos linyeras, un mendigo y un viejo ciego guiado de la mano por un niño que tenía un manojo de diarios debajo del brazo.
Toda la noche duró la alegría; las risas continuaron hasta el amanecer, interrumpidas tan solo por el estrépito de los trenes que pasaban.
Al día siguiente, desde temprano, todos estaban de pie, y cuando regresamos con El Laucha luego de vender las viejas, sorprendimos a un centenar de personas cavando pozos, hachando árboles, destruyendo los pequeños jardines, sumergiendo palos en los charcos; todos se ayudaban mutuamente.
Al mediodía, cuando llegó el cura, aquello parecía un campamento en actividad. Algunas mujeres habían cocinado en la playa y repartían la comida a los que trabajaban y también a los curiosos. Mi tía carneó la única gallina que teníamos y uno de los linyeras repartía las presas entre la gente.
El cura llegó cubriéndose con una negra sombrilla y después de conversar con algunos de los hombres se encaramó sobre una piedra y entre otras cosas dijo:
-No nos vanagloriemos, hijos, y demos gracias al Señor. Él les ha mandado esto porque quiere a los pobres.
Después recorrió todo el rancherío echando agua bendita sobre el suelo y pronunciando en voz muy baja y con rapidez, ininteligibles palabras. Luego aceptó unas empanadas. Algunos perros ladraron frenéticamente al cura durante la ceremonia. El ciego, de la mano del niño, permanecía sentado en un tronco en medio del alboroto y de vez en cuando mordía un choclo asado, mirando a lo lejos con sus ojos vacíos.
Nicolás, que se había comprado un traje nuevo invirtiendo de un solo golpe sus ahorros, paseábase auscultando la superficie de la tierra.
Al día siguiente fue convocada toda la gente a reunirse debajo de un gran ceibo. Nicolás habló imponiendo silencio. Hombres y mujeres, bien peinados y vestidos, como cuando iban al pueblo, escucharon atentos.
-Señores -dijo Nicolás-.Vamos a ser ricos. Tendremos casas de dos pisos, y también tendremos zapatos y podremos andar en autos de alquiler. ¿Comprenden ustedes lo que es ser ricos?
Nadie contestó y entonces Nicolás continuó hablando.
-Todos podrán comprarse una radio y un sombrero y tal vez un caballo y muchas gallinas y chanchos, ¿comprenden? Y también podremos guardar dinero para cuando seamos viejos y no como ahora; y comprar remedios para no andar muriéndonos por ahí como unos podridos. Seremos ricos. ¿Comprenden lo que es ser ricos?
-Rico es el que jode al pobre- dijo entonces alguien.
-No solo eso -contestó Nicolás sin prestar mucha atención-. Vamos a envasar el petróleo y entonces nos mandarán el dinero y podremos tener todo eso y tal vez un pedazo de tierra, ahora sí.
Después de la reunión debajo del ceibo, todos volvieron al trabajo de la búsqueda; ya algunos empezaron a juntar el líquido dentro de unos tachos, para envasarlo.
Así pasaron uno y dos días. Alguien había dado alojamiento al ciego y al niño y los linyeras se instalaron en casa de doña Gertrudis.
De sol a sol la gente trabajaba moviendo las piedras y tratando de cavar más pozos, o mirando horas y horas los que ya estaban abiertos.
Cuando pasaba algún tren, todos hacían un alto para saludar a los pasajeros, con los brazos levantados, agitando los sombreros.
También nosotros abandonamos la pesca, porque debíamos ayudar a repartir la comida -que ya era escasa- entre todos.
Al quinto día los linyeras se fueron y llegaron los técnicos. Eran tres hombres rubios; apenas si hablaron; miraron en derredor, caminaron de un punto a otro, seguidos por la gente que los miraba emocionada, tratando de escuchar alguna buena palabra. Pero nadie entendió nada.
Al día siguiente volvieron a venir los hombres, acompañados de otros. Subieron hacia el borde de la barranca, traspusieron las vías ferroviarias y luego regresaron. Después se llevaron tres grandes botellas llenas de petróleo.
Y no volvieron. Pero al cabo lo supimos: el yacimiento no existía, sino que era una pequeña acumulación subterránea escapada de la cisterna rota del ferrocarril.
Después nada sucedió. Con El Laucha decidimos volver a pescar, sobre todo porque ya era inminente el Carnaval y debíamos tener dinero para comprar serpentinas.
Los trenes seguían pasando, velozmente, haciendo vibrar el suelo.
Pero desde aquel día Nicolás había tomado la costumbre de encaramarse al sauce y pasar allí largo tiempo atisbando, para de vez en cuando bajarse, cavar con dramático entusiasmo un pequeño pozo, hundir un palo en el blando fondo humedecido y quedarse por último mirando largo tiempo el extremo del palo. Sin decir una sola palabra. Soñando.
EL LLAMADO
Al principio levantó dos o tres veces la cabeza y trató de perforar la oscuridad con sus ojos mansos. Luego volvió a la misma posición apoyando el hocico sobre sus patas delanteras. Afuera tronaba la tormenta llenando el cielo de descargas. Después comenzó a caer el aguacero con furia extraordinaria. Él le había recomendado: "Espérame aquí. Vuelvo al anochecer". El fuego que el hombre dejara alimentándolo antes de salir iba muriendo en un montón de cenizas. Las sombras cayeron poco a poco, la noche ganó primero el interior de la casa. Ahora bramaba la tormenta y entre el ruido del agua contra los techos de cinc y los truenos se percibía a veces el ronco agudo silbar de las locomotoras. Era como si el mundo probara sus instrumentos antes de empezar una estruendosa sinfonía. El animal por fin se incorporó dando un aullido. Después empezó a ladrar con todas sus fuerzas y a recorrer la habitación de un extremo a otro. Luego se trepó a los muebles, tumbando una mesa con lo que había encima, enloquecido por la lluvia, los truenos, el encierro. También comenzó a aullar largamente y a arañar la puerta parado sobre sus patas traseras. hasta que , cuando en el interior de la casa reinaba el desorden, distinguió la ventana. Primero fue hasta ella y pegó el hocico contra los cristales, después quiso introducir las uñas en las junturas. Sus ojos mansos, desesperados brillaron un instante cuando la luz de un relámpago iluminó fugazmente el interior. Desde allí contempló la calle que era un lodazal solitario. Retrocedió una corta distancia, tomó fuerzas y abalanzándose contra el ventanal pudo caer hacia afuera. Ya casi había cesado la lluvia. Entonces, magullando, perdiendo abundante sangre por el óvalo de un ojo que una astilla de vidrio le vaciara, renqueando, logró llegar hasta el final del callejón junto al descampado en que él yacía con el cuerpo todavía caliente, para lamerle la profunda herida por donde acababan de arrebatarle la vida. |
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