El familiar
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as grandes empresas azucareras de Jujuy, como las de Salta y Tucumán,
lograron su riqueza y rápida prosperidad gracias a “El Familiar”. Así dice la
leyenda, y así lo han oído todo aquellos que trabajan en los ingenios, peones o
profesionales, empleados o capataces.
El origen del mito es paralelo con el desarrollo industrial del noroeste
Argentino, pero el numen argumental deriva del primer pacto que el hombre
celebra con Satanás, en otras palabras “El Familiar” es Satanás.
Los dueños de las grandes fábricas han cedido a la tentación y le
prometieron el alma a cambio de la riqueza. El diablo acepta el negocio pero se
quedara cerca, escondido en oscuros sótanos o siniestros galpones, para vigilar
el estricto cumplimiento de las cláusulas del contrato.
Una de ellas establece la obligación por parte de los propietarios, de
entregarle un obrero por año que será devorado sin compasión por “El familiar”,
que para ese menester, habrá adoptado la forma de una enorme serpiente a
quienes todos conocen como el “Viborón”. Únicamente lo ven por primera y última
vez aquellos que serán devorados.
Es común en los Ingenios, que con la ultima molienda de caña de azúcar,
se arroje a los trapiches un muñeco que representa al obrero que los
propietarios del Ingenio deben entregarle a Satanás, para así conformarlo y no
llevarse a nadie más.
En otras versiones, El Familiar toma el contorno de un feroz y enorme
perro negro sin cabeza que como el Viborón aguarda su cuota de carne humana
agazapado en los tenebrosos rincones del ingenio.
Entre los miles de zafreros (Cosechadores de la Caña) que año tras año
dejaban los ocres pueblos de la puna para levantar la cosecha en los ingenios
del Ramal, no faltaban uno, dos o más desaparecidos por mil razones distintas,
que servían para avivar el recuerdo terrífico del Familiar y aumentar el
resentimiento del obrero misérrimo para con los patrones rodeados de opulencia.
Las condiciones del trabajo fueron cambiando con el tiempo y esta
leyenda fue perdiendo adeptos. Hoy en día el Viborón es un capataz odiado o un
jefe de sección arbitrario.
El ucumar
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ambién se le llama “UKUMAN”. Proviene de la voz quichua y quiere decir
“cuerpo, parte material de un ser animado”. Eso es lo que era : sólo un cuerpo.
Un cuerpo horrible sin alma aparente. Las cosas tan feas tienen prohibido
rondar por el abanico de los sentimientos. Y era mujer, cubierta de pelos
negros, largos, sucios, duros, pero elásticos. De las líneas de su rostro sólo
se destacaban dos ojos pequeños, intensos, oscuros y hundidos. Los pelos que le
nacían en la frente caían sobre la nariz y la boca, separados apenas por
bufidos y manotazos a uno y otro lado. La boca era un tajo enorme y baboso, y
los dientes salidos, aislados unos de otros, cada cual con su propio ángulo.
Si tenía senas senos o no era cuestión de polémica entre los habitantes
de la aldea mitad selva mitad andes.
Cuando nació, su padre quiso ahogarla. La madre, la protegió entre sus
brazos y no la abandonó nunca. Tuvo más amor por el pequeño monstruo que por
sus cinco hermosos hijos anteriores. Por su celo y por su pena fue quedando
sola y enfermó. Mientras agonizaba, con más fuerza que nunca abrazó y miró a
ese cuerpo extraño que ella había parido.
Arrancaron de su cuerpo, rígido ya el engendro que bramaba y aullaba.
Quiso la suerte que fuera arrojada a un rincón de la enorme choza, hasta tanto
se cumplieran los ritos funerarios con la madre. Cuando regresaron los hermanos
y el padre sin saber que hacer, entre los murmullos de la otra gente, la
encontraron acurrucada y lanzado sonidos extraños, como si llorara. No fue por
misericordia que salvo la vida. Había miedo en la choza.
Como no se le veían órganos genitales, pero sus piernas se manchaban de
rojo cada luna, fue la “ucumara”.
Se hizo enorme, hosca y gruñona y al parecer, temerosa.
Uno de los hombres de la aldea, de su mismo tiempo, entre crepúsculos y
soledades se acercaba furtivo a la aldea- choza con creciente asiduidad. No
temía ni lo inmutaban los gruñidos y saltos ostentosos con que la “ucumara”
retribuía sus visitas, que eran breves,
pero tensas. Un día le arrojó frutas y otro día un trozo de carne humana. La
tribu devoraba a los prisioneros de guerra y el dueño del enemigo muerto era el
dueño del banquete. La “ucumara” comió y no dejó restos. Estaba entendido
entonces que apreciaba el obsequio y por consiguiente el hombre lo repitió
tantas veces como pudo, recibiendo en pagos gruñidos más suspirados, saltos
menos agresivos.
Un día la aldea en pleno se encaminó al río distante, para cumplir la
ceremonia anual de adoración a la creciente tumultuosa y atronadora que traía
el deshielo de las cumbres blancas. El hombre regresó, eligiendo rincones para
no ser visto y luego de una lucha feroz,
violó a la “ucumara”.
A partir de entonces su hosquedad fue total y su furia aumentó. Odió a
los hombres y al mundo circundante. Las piedras de su choza desaparecieron, arrojadas
con increíble fuerza contra todo ser viviente que se aproximara.
Cuando no tuvo más piedras, huyó.
Regresó una tarde tormentosa y raptó a su violador sin que nadie se
atreviera a detenerla, menos aún la víctima, vencida su resistencia a golpes y
arrastrado de una pierna por los peñascos y huaycos hasta la pétrea guarida
donde, imaginamos, llegó más muerto que vivo. Allí tuvo que elegir entre la
vida y las nupcias: escogió el amor, y por un tiempo su ritmo fue el ritmo de
la “ucumara” que, ya grávida y desconcertada, con el abdomen hinchado y
palpitante, pensaba más en sí, que en su complaciente prisionero. Un día creyó
encontrar oportunidad, cuando el monstruo gemía con los dolores del parto.
Huyó de la caverna, rápido y temeroso, pero la “ucumara” entre rugidos y
dolor, lo alcanzó. Le arrancó la cabeza y arrastró el cuerpo de su amor hasta
la caverna. Entre llantos y convulsiones se lo comió.
Poso después nació otra UCUMARA, toda cubierta de pelos, negros, duros,
pero elásticos, de la cabeza a los pies. Amamantó a su hija, le enseñó a comer
carne roja y cuando el retoño ya cazaba con sus manos, con un rugido del alma,
murió de muerte sencilla y se fue al cielo de los monstruos, en la paz de la
montaña.
La leyenda se bifurca a partir del nacimiento del UCUMAR . Una vertiente
afirma que el llanto del monstruo, por la muerte de su madre, era tan fuerte y
desgarrados que llegó a los oídos de Wiracocha – espuma de mar- dios blanco de
largas barbas rubias que gobernaba el Cuzco y para calmar su pena, le prometió
la inmortalidad. Otro venero mitológico
sostiene que Wiracocha se presentó al ucumar y para castigarlo por sus crímenes
y lascivia, le dio la vida eterna vagando por los cerros y selvas. Así también
lapidan a los violadores sobre quienes pendía la permanente amenaza de ser
devorados por el ucumar.
La leyenda, de origen peruano, está muy difundida en Salta y Jujuy. En
nuestra provincia se ubica al monstruo
en los departamentos de San Pedro y Ledesma rondando los ingenios azucareros.
La imaginación popular lo hacía prisionera o accionista de uno de ellos.