domingo, 31 de julio de 2011

Leyendas jujeñas


El familiar


L
as grandes empresas azucareras de Jujuy, como las de Salta y Tucumán, lograron su riqueza y rápida prosperidad gracias a “El Familiar”. Así dice la leyenda, y así lo han oído todo aquellos que trabajan en los ingenios, peones o profesionales,   empleados o capataces.
El origen del mito es paralelo con el desarrollo industrial del noroeste Argentino, pero el numen argumental deriva del primer pacto que el hombre celebra con Satanás, en otras palabras “El Familiar” es Satanás.
Los dueños de las grandes fábricas han cedido a la tentación y le prometieron el alma a cambio de la riqueza. El diablo acepta el negocio pero se quedara cerca, escondido en oscuros sótanos o siniestros galpones, para vigilar el estricto cumplimiento de las cláusulas del contrato.
Una de ellas establece la obligación por parte de los propietarios, de entregarle un obrero por año que será devorado sin compasión por “El familiar”, que para ese menester, habrá adoptado la forma de una enorme serpiente a quienes todos conocen como el “Viborón”. Únicamente lo ven por primera y última vez aquellos que serán devorados.
Es común en los Ingenios, que con la ultima molienda de caña de azúcar, se arroje a los trapiches un muñeco que representa al obrero que los propietarios del Ingenio deben entregarle a Satanás, para así conformarlo y no llevarse a nadie más.
En otras versiones, El Familiar toma el contorno de un feroz y enorme perro negro sin cabeza que como el Viborón aguarda su cuota de carne humana agazapado en los tenebrosos rincones del ingenio.
Entre los miles de zafreros (Cosechadores de la Caña) que año tras año dejaban los ocres pueblos de la puna para levantar la cosecha en los ingenios del Ramal, no faltaban uno, dos o más desaparecidos por mil razones distintas, que servían para avivar el recuerdo terrífico del Familiar y aumentar el resentimiento del obrero misérrimo para con los patrones rodeados de opulencia.
Las condiciones del trabajo fueron cambiando con el tiempo y esta leyenda fue perdiendo adeptos. Hoy en día el Viborón es un capataz odiado o un jefe de sección arbitrario.






El ucumar

ambién se le llama “UKUMAN”. Proviene de la voz quichua y quiere decir “cuerpo, parte material de un ser animado”. Eso es lo que era : sólo un cuerpo. Un cuerpo horrible sin alma aparente. Las cosas tan feas tienen prohibido rondar por el abanico de los sentimientos. Y era mujer, cubierta de pelos negros, largos, sucios, duros, pero elásticos. De las líneas de su rostro sólo se destacaban dos ojos pequeños, intensos, oscuros y hundidos. Los pelos que le nacían en la frente caían sobre la nariz y la boca, separados apenas por bufidos y manotazos a uno y otro lado. La boca era un tajo enorme y baboso, y los dientes salidos, aislados unos de otros, cada cual con su propio ángulo.
Si tenía senas senos o no era cuestión de polémica entre los habitantes de la aldea mitad selva mitad andes.
Cuando nació, su padre quiso ahogarla. La madre, la protegió entre sus brazos y no la abandonó nunca. Tuvo más amor por el pequeño monstruo que por sus cinco hermosos hijos anteriores. Por su celo y por su pena fue quedando sola y enfermó. Mientras agonizaba, con más fuerza que nunca abrazó y miró a ese cuerpo extraño que ella había parido.
Arrancaron de su cuerpo, rígido ya el engendro que bramaba y aullaba. Quiso la suerte que fuera arrojada a un rincón de la enorme choza, hasta tanto se cumplieran los ritos funerarios con la madre. Cuando regresaron los hermanos y el padre sin saber que hacer, entre los murmullos de la otra gente, la encontraron acurrucada y lanzado sonidos extraños, como si llorara. No fue por misericordia que salvo la vida. Había miedo en la choza.
Como no se le veían órganos genitales, pero sus piernas se manchaban de rojo cada luna, fue la “ucumara”.
Se hizo enorme, hosca y gruñona y al parecer, temerosa.
Uno de los hombres de la aldea, de su mismo tiempo, entre crepúsculos y soledades se acercaba furtivo a la aldea- choza con creciente asiduidad. No temía ni lo inmutaban los gruñidos y saltos ostentosos con que la “ucumara” retribuía sus visitas,  que eran breves, pero tensas. Un día le arrojó frutas y otro día un trozo de carne humana. La tribu devoraba a los prisioneros de guerra y el dueño del enemigo muerto era el dueño del banquete. La “ucumara” comió y no dejó restos. Estaba entendido entonces que apreciaba el obsequio y por consiguiente el hombre lo repitió tantas veces como pudo, recibiendo en pagos gruñidos más suspirados, saltos menos agresivos.
Un día la aldea en pleno se encaminó al río distante, para cumplir la ceremonia anual de adoración a la creciente tumultuosa y atronadora que traía el deshielo de las cumbres blancas. El hombre regresó, eligiendo rincones para no  ser visto y luego de una lucha feroz, violó a la “ucumara”.
A partir de entonces su hosquedad fue total y su furia aumentó. Odió a los hombres y al mundo circundante. Las piedras de su choza desaparecieron, arrojadas con increíble fuerza contra todo ser viviente que se aproximara.
Cuando no tuvo más piedras, huyó.
Regresó una tarde tormentosa y raptó a su violador sin que nadie se atreviera a detenerla, menos aún la víctima, vencida su resistencia a golpes y arrastrado de una pierna por los peñascos y huaycos hasta la pétrea guarida donde, imaginamos, llegó más muerto que vivo. Allí tuvo que elegir entre la vida y las nupcias: escogió el amor, y por un tiempo su ritmo fue el ritmo de la “ucumara” que, ya grávida y desconcertada, con el abdomen hinchado y palpitante, pensaba más en sí, que en su complaciente prisionero. Un día creyó encontrar oportunidad, cuando el monstruo gemía con los dolores del parto.
Huyó de la caverna, rápido y temeroso, pero la “ucumara” entre rugidos y dolor, lo alcanzó. Le arrancó la cabeza y arrastró el cuerpo de su amor hasta la caverna. Entre llantos y convulsiones se lo comió.
Poso después nació otra UCUMARA, toda cubierta de pelos, negros, duros, pero elásticos, de la cabeza a los pies. Amamantó a su hija, le enseñó a comer carne roja y cuando el retoño ya cazaba con sus manos, con un rugido del alma, murió de muerte sencilla y se fue al cielo de los monstruos, en la paz de la montaña.
La leyenda se bifurca a partir del nacimiento del UCUMAR . Una vertiente afirma que el llanto del monstruo, por la muerte de su madre, era tan fuerte y desgarrados que llegó a los oídos de Wiracocha – espuma de mar- dios blanco de largas barbas rubias que gobernaba el Cuzco y para calmar su pena, le prometió la inmortalidad. Otro venero  mitológico sostiene que Wiracocha se presentó al ucumar y para castigarlo por sus crímenes y lascivia, le dio la vida eterna vagando por los cerros y selvas. Así también lapidan a los violadores sobre quienes pendía la permanente amenaza de ser devorados por el ucumar.
La leyenda, de origen peruano, está muy difundida en Salta y Jujuy. En nuestra provincia  se ubica al monstruo en los departamentos de San Pedro y Ledesma rondando los ingenios azucareros. La imaginación popular lo hacía prisionera o accionista de uno de ellos.


miércoles, 27 de julio de 2011

AUTORES JUJEÑOS

AUTORES JUJEÑOS

Alberto Elías Alabí Dahan

Biografía
Nació en 1959 en Jujuy. Profesor Universitario y Vicerrector del Colegio Nacional fundado por Sarmiento en 1869. Distinciones: Primer lugar en el Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006; Tercera Mención Premio Federal Cuento 2000; Mención de Honor del Jurado Premio Federal Poesía 2003 del Consejo Federal de Inversiones; 2º Premio III Concurso Provincial de Teatro 2004; Premio Artes y Letras en 1992, 1993 y 1995; Mención Especial en el 45º Festival Nacional de Cosquín 2005. Colabora en investigaciones lingüísticas con Flora Guzmán, escritora y esposa del novelista Héctor Tizón (EDIUNJu 1996-1998). Miembro de la revista "El Duende"; jurado en certámenes literarios nacionales y regionales; representante en la Feria del Libro junto a los poetas Jorge Calvetti y Domingo Zerpa en 1997 y 1998. Colaborador en publicaciones especializadas en Lingüística y Literatura. Libros editados: "Bitácora del Aire" (1995), cuentos, Ed. Cuadernos del Molle, Jujuy; la novela "Manual para ya no Amar tanto la Patria" (2002). Ed. Cuadernos del Duende, Jujuy; el libro de cuentos "Observatorio de Traiciones y Fugas" (2006), Editorial Visceralia, Santiago de Chile. Su obra figura en antologías poéticas y narrativas de Argentina y su cuento "Tres Patas" fue publicado por Edinexus, España en "Historias de Fútbol, días de mundial".



CHAROL - ESPEJO
 Alberto Alabí

Vos debés ser nuevo, ¿no?; ¿tenés hermanito? A tu edad yo también ya lustraba. A veces se me da por acordarme; no sé, será la edad o el cajoncito. Yo también tenía cajoncito hechizo, sin banqueta, me sentaba en un tarro de leche Nido. Pero me acuerdo que la moda obligada (sin resentimiento, no te creás) era casimir inglés con chalina de alpaca sobre los hombros (¡había que tener chalina de alpaca!) Los zapatos tenían que ser Guante prusianos, el sombrero de fieltro con visera volcada, la camisa Lavilisto blanca y Atkinson detrás de la oreja para los grandes. Bidú, Gomicuer, suspensores Casi, Far-West, Glostora y pastillas Volpi para los chicos. Digo para los hijos de padre con chalina (esta bigornia está chueca) Yo lustraba en la Belgrano y Necochea, me decían Hijito. Era el preferido de los subtenientes del 2 de Montaña, porque nadie dejaba las botas como yo. Primero una desbarrada general. Ahí nomás el Monje Negro preparada con saliva pura, una cepillada rapidita y el tincazo en la puntera para cambiar de pie. Mientras se oreaba la pata izquierda, repetía en la derecha. Después una castigada furiosa de paño blanco con el trapo de algodón. Ahí la bota quedaba caliente y sobre el pucho una untada generosa de Guasinton marrón militar. Primero la caña, bajar despacio hasta la capellada y rematar con la zurda el contrafuerte y con la derecha la puntera. Parece que le hacía como cosquillas, porque en ese momento el milico dejaba de mirar a las chuchetas del centro y clavaba la vista sobre la nuca de un servidor. Cuando me daba cuenta de que el coso me estaba mirando, sacaba los peludos y soltaba la fiesta: ponía los dos cepilllos en la derecha y -mientras me hacía el de buscar en el cajón- tiraba un cepillo al aire que pegaba un mortal limpísimo, pero yo me hacía el ocupado más en la búsqueda que en los malabares. El cepillo volador daba dos vueltas impecables en el aire y caía siempre contra la espalda del que quedaba en la mano. Yo (¡mentira!) seguía atareado buscando en el cajón, ¿ves? Cuando decidía encontrar la cera, remataba el acto con un salto mortal triple del volador y lo dejaba clavarse pelo a pelo con el de la mano. Esto almidonaba al militar y entonces remataba el acto con una rutina fragorosa de paño galopeado -previo toque de cera por toda la bota-. El final me dejaba la misma sensación que te da comer puchero, no sólo por el jueguito de los cepillos, que era como condimentar el plato, sino por el resultado charol-espejo de la bota; era como el eructo de la satisfacción. Después, como de postre, una franeleada con el trapo con la propaganda de Delgado -para relajar ¿ves?-, y terminaba el acto con una sonrisa de nene inocente. ¡Mira vos, nene inocente, ja! (calzá el cajón que está en falsa escuadra) Me encantaba la palmada de los subtenientes rubios y de bigotes que me pagaban sin esperar el vuelto (no, papá, primero sacá el barro) Pero me ponía como loco cuando me decían “Pibe, sos un campeón” No por lo de campeón, sino que pibe me sonaba a porteño, ¿ves?; se me hacía que no estaba en esa esquina, sino en Buenos Aires, y que los milicos rubios eran mis amigos. ¡Fijate, un lustrín amigo de los porteños y de los milicos! (la botamanga, levantá la botamanga) Para esa época, mi mamá ya pedía (¡guarda la media, pendejo!) A mí me daba una rabia bárbara que pidiera cerca de donde yo lustraba, porque todos me jodían. Los únicos que no me jodían eran los milicos, pero los otros me volvían loco. Es que mi vieja era muy joven todavía. De ahí me quedó el apodo de "Hijito", todos me decían Hijito (¡que te parió, guarda la media!) El que empezó creo que fue el moto Borsa, ya no vive. La miraba a la vieja como para dibujarla. Puta, y yo le rogaba que no cruzara la calle cuando los autos tenían luz alta, porque se le traslucían las piernas, pero ella nada. Era como hacerme la contra, cruzaba justo cuando el moto Borsa o el loro Chorbandi acomodaban los diarios junto a mi cajoncito. Yo de rabia lustraba como loco, me desquitaba con los trapos y ni escuchaba lo que me decía la vieja, porque me daba cuenta de que estaba presumiendo: hablaba para los otros, decía cualquier cosa; no sé, me contaba que había comprado carne para el almuerzo, pero siempre la morfe era mate y bollo, o decía que se había cruzado con mi maestra y a mí me habían echado como dos años antes (¡eh!, ¿qué me querés romper el tobillo?) Para colmo, hablaba a los gritos... Es que era joven, ¡qué querés! Gracias a Dios que los malevos se cortaban cuando ella estaba cerca y medio que se ponían respetuosos conmigo (ojo, la media) Pero lo único que yo quería era que se fuera. Finalmente se iba y era la misma sensación de volver a tragar aire, como cuando me nebulizaban en el hospital. Pero el remanso no duraba mucho porque, bien se alejaba la vieja, desaparecía el respeto contenido y de nuevo comenzar las historias de carne, saliva y gritos en las que mi mamá era siempre la actriz principal, ¡moto hijo de puta! (¡apretá el trapo, maricón!) Para lustrar en la Belgrano y Nechochea hay que ser pesao (¡poné más pomada, carajo!) El lugar se gana a lo macho y a lo macho me lo gané. Antes no era como ahora, no, antes había escalafón jerárquico, y tuve que desplazar al titular por la razón o la fuerza (¡no, no, dejalo que se oree más!) En orden ascendente fueron: el ciego Abán (violín estallado contra el piso); Vidalita Tolaba (sustracción de bicicleta y lesiones en el cuero cabelludo); la Calandria Vega (atenciones sexuales); el Pocoto Abeijón (amenaza de incendio en el domicilio particular) Llegar a instalar el cajón en la Belgrano y Necochea no sólo me costó las maniobras anteriores sino caerle simpático a Borsa y Chorbandi. Costó bastante, pero de a poco me los fui ganando; claro que tuve que comerme muchas delicadezas referidas a mi madre. Lo fiero no eran las bromas, sino esas risas gritadas como alaridos con las que se festejaban las ocurrencias -sonaban como despertadores dentro de una olla, como cajas de herramientas derramadas en un confesionario-. Pero algún sapo hay que tragarse. ¡Pobre vieja!, en esa época todavía sabía vender flores (primero calentá con el cepillo y después pasá el trapo, chambón) Los pobres nunca pueden ser felices del todo, ya te vas a dar cuenta, changuito. Cuando logré instalar el cajón en la esquina, no pudimos celebrar como corresponde porque justo se había muerto la criatura. No es que no tuviera pena, no, pero había logrado un lugar tan importante que quería estar alegre (aflojá los cordones y meté la pomada debajo de las trenzas, no, en los dos, ¡boludo!) Me duró poco la alegría porque como a la semana empezó a caer mi vieja. Se había atado el pelo con un pañuelo verde y acarreaba al hermanito muerto como si estuviera vivo; ya se le notaba una cosa rara en los ojos. Al principio no dije nada, pero como a los dos meses la cosa seguía, entonces empecé a hacerme el que no la conocía (mirá, la próxima mancha y no te pago ni mierda) ¡Qué querés! era visitarme todos los días con el fiambrecito. ¿Vos has tocado el cuerpito frío de un bebé muerto? La verdad es que estaba muy frío, ¡puta, eso era lo que me impresionaba! La pobre vieja me saludaba, hacía que lo besara en la frente helada y se me instalaba en el descanso de mármol de la farmacia para amamantar a la criatura muerta. Así estaba durante horas, cambiando de teta al cadáver de mi hermanito muerto, hasta que había que levantar el cajón y rajar para la casa. Para colmo yo tenía que cocinar y volver. Y volver era volver a escuchar las historias de Borsa, que sin sacarme la risa de encima decía que «todo era nada más que para mostrarle las tetas» (¡que te reparió, la tinta está aguada!, limpiá, limpiá. ¡No!, con el trapo limpio, ¡pelotudo! ) La calle te enseña de todo. La calle es de nadie y te la tenés que ganar. Es cosa de ver quién es más macho. Primero, llegás y tenés que aguantar, después vas midiendo al más blando y lo apretás, después al otro y al otro. Después te ganás un puesto y esperás, siempre hay un momento para ascender o para desquitarte porque esa es la ley de la calle: vengarte o ascender. La calle siempre te da desquite. Pasan autos y alguien -sin querer- empuja a alguien, eso es desquite; se le muere un pariente a un lustra y cuando vuelve del velorio, su lugar ya está ocupado, eso es ascenso. Pero en la ley de la calle nadie pide explicaciones ni por el puesto perdido ni por el accidente dudoso. Entonces, casi sin querer, vas sabiendo de qué se trata. Y, de repente, sos el dueño de la calle y organizas a los lustras para que trabajen para vos, eso da guita. Entonces te entran a respetar. Y ahora sos el dueño de la calle y ya no tenés que lustrar, ahora te lustran y te respetan. Ya no le tenés miedo al moto Borsa -porque murió en un accidente-, y el loro Chorbandi festeja tus ocurrencias con esas carcajadas de fierrerío estallado en el piso. Ahora sos vos el de este casimir inglés y esta chalina de alpaca... — ¡Pero qué carajo tengo que contar esto!... Lustrame, pendejo. Lustrá bien, carajo. Terminá rápido que ahí viene la loca del pañuelo verde... ¡Yo no sé qué mierda le tengo que contar esto a un pendejo como vos!... ¡Lustrá, carajo!

AUTORES JUJEÑOS

Héctor Tizón
Argentino
1929

Héctor Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Yala, provincia de Jujuy. Fue abogado, periodista, diplomático, exiliado y regresado. Por estos días es Juez de la Corte Suprema en su provincia natal y uno de los mejores escritores de lengua española. Ha viajado largamente por el mundo; como diplomático de 1958 a 1962, como exiliado de 1976 a 1982. Vivió en México, París, Milán y Madrid, pero "su lugar en el mundo", al que vuelve una y otra vez, es Yala, Jujuy. Su primer libro fue publicado en México en 1960, A un costado de los rieles. Parte de su obra, siempre fiel a sus raíces y su lugar de origen con sus mitos e historias, ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco y alemán. A su actividad profesional como juez y escritor, le suma también el de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, "cargo" que le otorgara el gobierno francés recientemente.

.: Obras de Héctor Tizón

-1960 A un costado de los rieles
-1969 Fuego en Casabindo
-1972 El cantar del profeta y el bandido
-1972 El jactancioso y la bella
-1975 Sota de bastos, caballo de espadas
-1978 El traidor venerado
-1984 La casa y el viento
-2006 Cuentos completos
-2008 El resplandor de la hoguera

.: Premios otorgados a Héctor Tizón
-2004   Konex de Brillante

.: Textos para leer de Héctor Tizón
Anotaciones sobre la Guerra Sucia (Cuento)
Discurso de Hector Tizón en el Congreso de la Lengua celebrado en Rosario, Argentina (Discurso)
Epifanía (Cuento)
Nunca es posible regresar a nada (Cuento)



Ciego en la resolana

   Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa . En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido.


    Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego ­ horas, a veces ­, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce:

    ¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!     Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.
Posdata
   El borrador de este cuento ­si lo es­ data de unos veinte años atrás, y apenas si admitió un retoque.

    Siempre me han fascinado las mujeres jóvenes y gordas que cantan. Generalmente las mujeres que cantan son gordas. Las mujeres gordas me han parecido siempre tiernas e irresponsables. Además, las mujeres gordas siempre mueren jóvenes y son así las verdaderas heroínas románticas. En provincia no hay mujeres gordas que valgan la pena, porque en provincia no hay ópera.

   Pero estos personajes han sido mis vecinos y vivían al otro lado, donde el río hace una curva pronunciada. De niño, yo solía llevarle a la dama, de vez en cuando, una cesta con frutillas que le enviaba mi padre. Ella entonces me daba unos besos exagerados pero normales. Era húngara o algo así, o lo había sido. Su marido aún no estaba ciego. En realidad, nunca lo estuvo.
Petróleo
Héctor Tizón* 

(A mi tío Agustín, por si algún día para de andar y alcanza a leerlo)
Un alargado grito, un llamado; algo que se escuchó con toda claridad desde el viaducto hasta el vaciadero municipal de basuras, y aún más allá, interrumpió la sosegada siesta de los ranchos. Nosotros, que desde el mediodía estábamos tratando de pescar algunas viejas, levantando con la parsimonia necesaria las piedras de la costa luego de haber enturbiado el agua, también lo oímos. Prestamos atención entonces y volvimos a escuchar:

-¡Eh! ¡Julián, Segundo, Gertrudis, Gabino, doña Trinidad! ¡Vengan todos!

Buscamos al autor de los gritos y enseguida lo distinguimos. Nicolás agitaba los brazos y volvía a repetir sus alaridos, desde la copa inmensa de un sauce.

-¡Petróleo! -exclamó-. ¡Es petróleo!

Sinceramente creo que aunque había escuchado alguna vez esa palabra no conocía exactamente su significado. Por eso quizás El Laucha y yo, a pesar de los gritos, no prestamos mayor interés al asunto. Por el momento nos preocupaban las viejas; alguien había ofrecido comprárnoslas a razón de dos por quince centavos y además nos gustaba meter los pies en el agua. Eso era bueno. Incluso creo que El Laucha, o yo mismo, no recuerdo bien, dijimos:

-Nicolás ya está machao de nuevo.

Nos encogimos de hombros. El agua estaba buena y si juntábamos unas veinte viejas más ya alcanzaría para algo: una camiseta de Boca Juniors que quería El Laucha y también para esa careta de burro que a mí me gustaba para Carnaval. Era una linda careta la que había visto, grande, de largas orejas suaves y a la que creo, por añadidura, vendían con un pito, para Carnaval.

De modo que seguimos tratando de sacar el mayor número de viejas posible, por la costa, aguas abajo.

De vez en cuando pasaba un tren y la vibración de su marcha, el torvo sonido de la locomotora llegaba hasta donde estábamos. A veces ni siquiera levantábamos la cabeza para mirarlo, pero cuando lo hacíamos alzábamos la mano saludando a los lejanos pasajeros que miraban tristes o indiferentes desde las ventanillas.










-Raúl -me dijo por ahí El Laucha-, ¿vos sabés lo que es petróleo?

Deploré, no lo niego, no estar al tanto lo suficientemente sobre petróleo. Pero dije:

-Sí.

-¿Es eso que les echan a las máquinas? -volvió a preguntar.

-Sí.

-¿Para qué sirve?

-Andá a saber -dije yo.

El sol se había ocultado hacía un buen rato. El agua estaba turbia y ya casi no distinguíamos nuestras propias manos.

-Vamos -dije entonces-. No se ve.

Fue un trabajo duro llevar entre los dos la bolsa con el pescado a cuestas.

Atravesamos la playa del río, subimos al terraplén del ferrocarril y nuevamente bajamos. Entonces distinguimos las luces del caserío; había más que de costumbre. Escuchamos el sonido de fuegos artificiales y el loco ladrar de los perros; desde más cerca ya el viento traía con intermitencia voces, gritos, risas y después nuevamente los estampidos, carcajadas de pobre gente alegre. Hasta que llegamos al descampado, junto a la playa, desde donde comenzaba el rancherío que se extendía barranca arriba. Casi hasta el borde del alto terraplén de las vías ferroviarias.

Aparecimos por el patio del fondo arrastrando nuestra bolsa de pescados. Todo estaba de fiesta. En la casa de Nicolás se bailaba al compás chillón, desafinado, monótono de una ortofónica. Allí estaban todos, habían abandonado sus propias chozas para venir a juntarse aquí, a escuchar la música de la ortofónica y a reír, como cuando llegaba el Carnaval. Me acordé de pronto de la careta de burro y dije:

-Miren. Son ochenta y tres.

Mi tía, que iba y venía, riéndose a carcajadas, sin prestar mayor atención a nuestra bolsa, dijo:

-¿El qué?

-¿Cómo el qué?... ¡Esto!, las viejas.

-¡Bah!... ¿Para qué eso ya?

-Son más de diez pesos. Sacamos la cuenta uno por uno. Este se comprará una camiseta y yo una careta de burro, cuando las vendamos.

-¡Ja, ja, ja! -se rió mi tía- . ¿Para qué ya eso? ¡Hay petróleo, vengan y vean!

Un poco decepcionados dejamos la bolsa en un rincón y fuimos detrás de mi tía.

Bertoldo, un viejo ferroviario inválido, había descubierto el petróleo.Yo y los demás y todas las cientos de personas que llegaron después escuchamos su historia. Y a cada uno que llegaba a preguntar, Bertoldo, limpiándose una supuesta mugre de la boca y escupiendo luego hacia un costado, le contaba: se había levantado esa mañana y después del mate decidióse a plantar unas calas.

-Traeme la pala que voy a poner una fila aquí, al lado de esta barranca -le había dicho a su mujer. La mujer le llevó la pala, y luego de quince minutos de afanoso trabajo, mirando el fondo del pozo que había abierto, dijo:

-Aquí hay un barro podrido, negro y hediondo. Siguió cavando, pero después el barro se hizo menos denso y al cabo todo el fondo estaba cubierto por una superficie negra y líquida. Entonces cesó de trabajar, consultó a su vecino y luego a otro y a otro. Comenzaron a cavar nuevos pozos y el resultado se fue repitiendo. Hasta que Nicolás dio el aviso con aquellos alaridos que a todos les volcó el corazón.

Esa noche, mientras algunos bailaban y reían a carcajadas alrededor de la ortofónica, el resto recorría la zona desde la playa hasta la falda de la barranca husmeando los rincones. De lejos se dis- tinguían las luces de los faroles encendidos moviéndose, deteniéndose, volviendo a andar de un lado para el otro.

Nicolás ahora vagaba por las vías como un loco, llamando a gritos a los desconocidos e invitándolos a que vinieran a nuestra casa:

-¡Vengan, vengan! -decía-. ¡Todos seremos ricos!

Al cabo llegaron dos linyeras, un mendigo y un viejo ciego guiado de la mano por un niño que tenía un manojo de diarios debajo del brazo.

Toda la noche duró la alegría; las risas continuaron hasta el amanecer, interrumpidas tan solo por el estrépito de los trenes que pasaban.

Al día siguiente, desde temprano, todos estaban de pie, y cuando regresamos con El Laucha luego de vender las viejas, sorprendimos a un centenar de personas cavando pozos, hachando árboles, destruyendo los pequeños jardines, sumergiendo palos en los charcos; todos se ayudaban mutuamente.

Al mediodía, cuando llegó el cura, aquello parecía un campamento en actividad. Algunas mujeres habían cocinado en la playa y repartían la comida a los que trabajaban y también a los curiosos. Mi tía carneó la única gallina que teníamos y uno de los linyeras repartía las presas entre la gente.

El cura llegó cubriéndose con una negra sombrilla y después de conversar con algunos de los hombres se encaramó sobre una piedra y entre otras cosas dijo:










-No nos vanagloriemos, hijos, y demos gracias al Señor. Él les ha mandado esto porque quiere a los pobres.

Después recorrió todo el rancherío echando agua bendita sobre el suelo y pronunciando en voz muy baja y con rapidez, ininteligibles palabras. Luego aceptó unas empanadas. Algunos perros ladraron frenéticamente al cura durante la ceremonia. El ciego, de la mano del niño, permanecía sentado en un tronco en medio del alboroto y de vez en cuando mordía un choclo asado, mirando a lo lejos con sus ojos vacíos.

Nicolás, que se había comprado un traje nuevo invirtiendo de un solo golpe sus ahorros, paseábase auscultando la superficie de la tierra.

Al día siguiente fue convocada toda la gente a reunirse debajo de un gran ceibo. Nicolás habló imponiendo silencio. Hombres y mujeres, bien peinados y vestidos, como cuando iban al pueblo, escucharon atentos.

-Señores -dijo Nicolás-.Vamos a ser ricos. Tendremos casas de dos pisos, y también tendremos zapatos y podremos andar en autos de alquiler. ¿Comprenden ustedes lo que es ser ricos?

Nadie contestó y entonces Nicolás continuó hablando.

-Todos podrán comprarse una radio y un sombrero y tal vez un caballo y muchas gallinas y chanchos, ¿comprenden? Y también podremos guardar dinero para cuando seamos viejos y no como ahora; y comprar remedios para no andar muriéndonos por ahí como unos podridos. Seremos ricos. ¿Comprenden lo que es ser ricos?

-Rico es el que jode al pobre- dijo entonces alguien.

-No solo eso -contestó Nicolás sin prestar mucha atención-. Vamos a envasar el petróleo y entonces nos mandarán el dinero y podremos tener todo eso y tal vez un pedazo de tierra, ahora sí.

Después de la reunión debajo del ceibo, todos volvieron al trabajo de la búsqueda; ya algunos empezaron a juntar el líquido dentro de unos tachos, para envasarlo.

Así pasaron uno y dos días. Alguien había dado alojamiento al ciego y al niño y los linyeras se instalaron en casa de doña Gertrudis.

De sol a sol la gente trabajaba moviendo las piedras y tratando de cavar más pozos, o mirando horas y horas los que ya estaban abiertos.

Cuando pasaba algún tren, todos hacían un alto para saludar a los pasajeros, con los brazos levantados, agitando los sombreros.

También nosotros abandonamos la pesca, porque debíamos ayudar a repartir la comida -que ya era escasa- entre todos.

Al quinto día los linyeras se fueron y llegaron los técnicos. Eran tres hombres rubios; apenas si hablaron; miraron en derredor, caminaron de un punto a otro, seguidos por la gente que los miraba emocionada, tratando de escuchar alguna buena palabra. Pero nadie entendió nada.

Al día siguiente volvieron a venir los hombres, acompañados de otros. Subieron hacia el borde de la barranca, traspusieron las vías ferroviarias y luego regresaron. Después se llevaron tres grandes botellas llenas de petróleo.

Y no volvieron. Pero al cabo lo supimos: el yacimiento no existía, sino que era una pequeña acumulación subterránea escapada de la cisterna rota del ferrocarril.

Después nada sucedió. Con El Laucha decidimos volver a pescar, sobre todo porque ya era inminente el Carnaval y debíamos tener dinero para comprar serpentinas.

Los trenes seguían pasando, velozmente, haciendo vibrar el suelo.

Pero desde aquel día Nicolás había tomado la costumbre de encaramarse al sauce y pasar allí largo tiempo atisbando, para de vez en cuando bajarse, cavar con dramático entusiasmo un pequeño pozo, hundir un palo en el blando fondo humedecido y quedarse por último mirando largo tiempo el extremo del palo. Sin decir una sola palabra. Soñando.


EL LLAMADO


    Al principio levantó dos o tres veces la cabeza y trató de perforar la oscuridad con sus ojos mansos. Luego volvió a la misma posición apoyando el hocico sobre sus patas delanteras.
Afuera tronaba la tormenta llenando el cielo de descargas. Después comenzó a caer el aguacero con furia extraordinaria.
  Él le había recomendado: "Espérame aquí. Vuelvo al anochecer".
El fuego que el hombre dejara alimentándolo antes de salir iba muriendo
en un montón de cenizas. Las sombras cayeron poco a poco, la noche ganó primero el interior de la casa.
   Ahora bramaba la tormenta y entre el ruido del agua contra los techos de cinc y los truenos se percibía a veces el ronco agudo silbar de las locomotoras. Era como si el mundo probara sus instrumentos antes de empezar una estruendosa sinfonía.
   El animal por fin se incorporó dando un aullido. Después empezó a ladrar con todas sus fuerzas y a recorrer la habitación de un extremo a otro. Luego se trepó a los muebles, tumbando una mesa con lo que había encima, enloquecido por la lluvia, los truenos, el encierro. También comenzó a aullar largamente y a arañar la puerta parado sobre sus patas traseras. hasta que , cuando en el interior de la casa reinaba el desorden, distinguió la ventana. Primero fue hasta ella y pegó el hocico contra los cristales, después quiso introducir las uñas en las junturas. Sus ojos mansos, desesperados brillaron un instante cuando la luz de un relámpago iluminó fugazmente el interior. Desde allí contempló la calle que era un lodazal solitario. Retrocedió una corta distancia, tomó fuerzas y abalanzándose contra el ventanal pudo caer hacia afuera.
  Ya casi había cesado la lluvia. Entonces, magullando, perdiendo abundante sangre por el óvalo de un ojo que una astilla de vidrio le vaciara, renqueando, logró llegar hasta el final del callejón junto al descampado en que él yacía con el cuerpo todavía caliente, para lamerle la profunda herida por donde acababan de arrebatarle la vida.