martes, 12 de junio de 2012
lunes, 11 de junio de 2012
SUSANA QUIROGA
Poeta y narradora
jujeña, nació un 26 de abril de 1942. Desde niña amó la literatura y ese
sentimiento la llevó a estudiar Letras. Heredó de su madre la pasión por la
lectura, de su padre, el aliento y alegría para encarar la vida. Su trabajo
docente y, simultáneamente, su carrera literaria contaron con el apoyo
necesario de su compañero y de sus cuatro hijos, alas de viento, que cimentaron
la independencia que la sostiene.
Culminó su carrera docente como
Rectora del Colegio Nacional Nº 1, “Teodoro Sánchez de Bustamante” de Jujuy,
cargo al que accediera por Concurso de Antecedentes y Oposición, siendo la
Primera mujer rectora en ese colegio centenario, y con las cátedras de Literatura
Española III y Didáctica de la Lengua en institutos terciarios de formación
docente.
OBRA: poesía “Mariposas”, cuentos “Ráfagas de
viento”, “Poemas de la soledad”, “Salvajes luces inquietas sombras”. Su novela “Final de sitio (el río de
Agustina)” mereció la Faja Nacional de Honor - SADE, Bs. As. 2004 .
En la actualidad ejerce el
periodismo cultural en Páginas de revistas culturales y periódicos de
diferentes medios del país y del extranjero. Coordina el grupo “Ahora o nunca
Jujuy”. Dirige de la Página Literaria del Diario Pregón de Jujuy desde 2001. Es
Miembro de Honor por Jujuy de la “Fundación Argentina para la Poesía”, Bs. As.
Susana Quiroga reconoce como una
de las temáticas principales de su escritura, la de la mujer, con la que se ha
comprometido como un reconocimiento a su psicología, a su lucha, lo mismo que
la Naturaleza y su contexto, sobre los cuales continúa escribiendo, desde su
lugar amado, Jujuy y desde el cual lanza su mirada al mundo.
REENCUENTRO
Volvía
en la tibia tarde a sus cerros. Un poco más crecido, más alto, todavía niño
con sus catorce años. La ciudad había
empalidecido su rostro trigueño. Había desdibujado la boca, había empañado el
negro de sus ojos, lo había debilitado. Cuatro años parecieron cuatro siglos.
Aquel padrino lejano lo había conchabado de peoncito, peoncito de los mandados,
peoncito de barrer la vereda, peoncito de limpiar el almacén. Peoncito de diez
años.
Aprendió
a hablar más rápido, a alzar la mirada tímida hasta los ojos de quien le
hablaba, a mirar algo más que tolas y yaretas. En la escuela, al principio se
retrotraía. Poco a poco se fue familiarizando con los otros chicos, con los
maestros. Aprendió a ser más rápido, menos tímido. Pero en el fondo de sus
gestos y de su mirada, la melancólica tristeza de su raza aparecía..
El
verde de estos cerros le mostraban los otros más altos, más imponentes, más
desnudos guardados en sus recuerdos. La gruta de arena roja, por donde trepaba
detrás de sus ovejas, asomaba en sus sueños. Y un ardor le apretaba el pecho
cuando se le presentaba la sonrisa pálida de su madre muerta. Extrañaba el
mágico silencio, el aire enrarecido de su cerro.
Ahora
volvía porque el frío penetraba en sus huesos. Las fuerzas se iban. Los
remedios no surtían efecto.
Apoyado
en el vidrio de la ventana bebía con la mirada el color de la quebrada, el
camino árido que lo acompañaba. Empezaba a distinguir los cactus enhiestos que
con sus gestos humanos lo contemplaban. Las cruces en la cima se confundían con
el azul del cielo.
Por
fin, paró el ómnibus que lo transportaba. Cruzó el pueblo Y tropezando enderezó
hasta el camino que serpeaba entre los cerros. Tenía que esperar que algún
vehículo pasara. Se sentó a la vera del camino y con su poncho envolvió el
cansancio. El viento ya le acariciaba el rostro y ese otro frío familiar le
penetraba en los huesos.
Sabía
que tendría tiempo de llegar al único lugar que le depararía consuelo y ese
pensamiento lo mecía junto al viento.
Trepó
tembloroso a la caja de la camioneta. El polvo del camino envolvía su
cansancio. No sentía los golpes contra la caja. Sus ojos soñolientos reconocían
las curvas, las lomadas. Paso a paso aparecía la tierra roja, la laguna azul.
Se familiarizó un instante con el abismo con su cabeza pendiente, hasta que el
brusco giro la volvió a su lugar.
Ya
no sentía ni sus piernas ni sus brazos. De pronto, en una de las vueltas divisó
su lugar, su cerro. Cuando bajó tambaleante, el viento le castigó la cara.
Sabía que debía darse prisa.
Todavía
tenía que trepar esa lomada. ¿Con qué fuerzas? Avanzó pateando incoherente las
piedras. El sudor le bañaba la frente. Y la palidez le borraba los gestos. El
frío le apretaba el pecho. Sabía que debía apurarse, no fuera que el aleteo se
congelara.
El
sol se perdía entre el naranjo-amarillo del cielo. Tenía que llegar.
Se
limpió las lágrimas de la cara y se secó con la manga la sangre que tibia
corría por su boca. Ya estaba por llegar.
Por
fin, se dejó caer sobre las piedras, de cara al polvo con los brazos en cruz.
Apretó la tierra dura con sus manos y esperó. Paco a poco sintió el hormigueo
en sus dedos, en las palmas de sus manos; la tibieza le subía por las piernas,
por su cuerpo, alejaba el frío de su pecho.
Sintió
nutrirse de la fuerza madre tierra de la antigua raza que yacía entre las
piedras. Entonces…relajado, sonrió.
Solo haciendo clic en este enlace accederán a leer distintos tipos de textos folclórico propios del Norte argentino ¡Disfrútenlos!
http://www.folkloredelnorte.com.ar/literatura/letras2.htm
JORGE CALVETTI
(1916-2002)
Nació en Maimará, provincia de Jujuy,
Argentina, en 1916. Vivió la literatura argentina de casi todo el siglo. Entre
sus amigos se contaron Roberto Arlt, Alfonsina Storni y Carlos Mastronardi (de
quien fue su albacea), Jorge Luis Borges y Xul Solar, entre muchísimos otros.
En 1955 fundó el grupo Tarja, de Jujuy,
y la revista del mismo nombre cuya dirección compartió con los escritores Mario
Busignani, Andrés Fidalgo, Néstor Groppa y el artista Medardo Pantoja. Formó
parte de numerosas instituciones culturales de nuestro país. Fue miembro de la
Academia Argentina de Letras durante nueve años, e integrante de la comisión
directiva de la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.). Durante 30 años se
desempeñó en el diario La Prensa, y fue colaborador de innumerables revistas.
Libros
publicados:
Poesía
Entre
otros:
-Fundación
en el cielo, 1944
-Libro
de homenaje, 1957
-Imágenes
y conversaciones, 1966
-La
Juana Figueroa, 1968
-Solo
de muerte, 1976
-Memoria
terrestre, (antología), 1983
-Poemas
conjeturales, 1992
-Obra
PoéticaAntología, Colección Poetas Argentinos Contemporáneos, Fondo Nacional de
las Artes, Buenos Aires, 1997
Narrativa
-Alabanza
del Norte, 1944
-El
miedo inmortal, 1968
-Escrito
en la tierra, 1993
EL GALOPE:
"Dic, ait" o virgo, quid volt
concursus ad amnem? Qidve petunt animae? - Eneas
("Dime, ¡Oh virgen!" ¿Qué
significa esa afluencia junto al río? ¿Qué buscan las almas?)
Esto sucedió el Día de los Difuntos.
Para esa fecha se cumple en esa región una ceremonia tradicional que se inicia
en la noche del primero de noviembre con el rito llamado de "Las
ofrendas". Desde la víspera tienen preparadas, debajo de un crucifijo
colgado en una pared cubierta con paños negros, dos mesas en forma de T. En una
de ellas, la que hace de palo mayor - de vertical, diré -, los deudos amontonan
en forma de ataúd toda la ropa del muerto a quien se recuerda; alrededor, y
hacinados, gran cantidad de bizcochos, empanadillas y galletas, y al medio,
exactamente debajo del crucifijo, un pan ex profeso amasado en forma de
escalera. Sobre ella, unos muñecos de masa en los que creen ver figuración o
representación de almas y que tienen formas impresionantes, descansan como en
mitad de su marcha ascendente hacia el Cristo. A la luz de las velas pueden
verse platos con las comidas que fueron gusto del difunto, y también sus
"vicios": coca, chicha, cigarrillos, vino.
Desde la tarde comienzan las visitas a
las casas de familias que tienen algún pariente a quien rendir el tributo de
las ofrendas. Durante esas visitas, las libaciones son abundantes, de manera
que todos los deudos - no exceptúo a las mujeres - esperan la noche ayudados
por el alcohol.
Es de fe entre las gentes del pueblo
que el alma de sus finados visita en esa noche, a medianoche, la casa donde ha
vivido. Debe entonces encontrar en ella todo lo que supo querer y gustar en la
tierra. De no ocurrir así, el alma "se enoja" y entonces la ruina de
la familia es segura.
Cuidan, por ello, de mantener vivos en
el recuerdo hasta los que fueron más particulares y nimios deseos del muerto.
Esa es la razón por la cual no en todas las casas se ven los mismos elementos
de ofrenda.
Esa noche, hablo del Día de los
Difuntos, después de cenar, salí acompañado por Prudencio Sánchez, muchacho
criado por mi madre, persona, por tanto, de toda mi amistad y confianza.
Visitamos a dos familias y en ambas ocasiones, después de la tradicional jarra
de chicha, tomamos "yerbiaos" nombre con que se designa aquí al mate
cebado con agua y alcohol.
Cuando nos dirigíamos a visitar a los
deudos de un amigo, el finado Marciano Méndez, noté que ni Prudencio ni yo
conservábamos un grado normal de verticalidad, aunque todavía estábamos lúcidos
y bien dispuestos.
Como he dicho, era importante llegar
antes de medianoche a casa de Méndez, de modo que caminábamos a paso más que
regular.
En estos lugares, cuando no hay luna,
la noche es de una lobreguez cerrada y brutal. Que fuera por esa oscuridad con
ráfagas de viento helado, por las fantasmagorías de las sombras de nuestros
cuerpos, sombras que temblando a la luz de las velas, se estiraban en el suelo
y parte de las tapias laterales, por el sentido sobrenatural de la fecha, o por
la conjunción de todos esos elementos, lo cierto es que yo me había
impresionado y hubiera preferido no salir. Sólo el deseo de cumplir con la
memoria de mi amigo me instaba a seguir.
Mientras íbamos, quise explicarle a Prudencio
que si bien yo no creía en nada de lo que inspiraba esa ceremonia, estaba
seguro de que honraba al ser querido al visitar en esa fecha a sus parientes.
En rigor de verdad, no puedo decir -
debo aclararlo aquí - que no creo. Soy sincero si afirmo que jamás lo he
pensado. No soy hombre religioso, ustedes lo saben. No he sido hombre con fe
disponible y creo que no podré llegar nunca a creerlo todo. Siempre fui pródigo
en indiferencias y si alguna vez pensé en la religión como problema, fue para
razonar cómo los seres religiosos pueden no ser supersticiosos; qué suerte de
seguridad los lleva a creer en los misterios de la fe - que pueden ser enorme
supersticiones - y a descreer en las pequeñas supersticiones - que pueden ser
enormes verdades descuidadas -. Cómo administran, distribuyen y seleccionan,
con tanta seguridad, en materia tan sutil.
En fin, le dije a Prudencio que no
creía, porque era la verdad; pero como contra todo mi deseo soy fácilmente
sugestionable y no puedo conservarme impasible como lo pretendo, me favoreció
mucho que él, muy tranquilo, me hallara razón. Recuerdo que agregó
despectivamente que "todos eran cuentos de ignorantes y tonterías";
más importancia que el ritual de la noche tenía para Prudencio una botella de
ginebra casi llena con que le habían convidado. Con ánimo robusto el hombre
estaba dedicado a vaciarla y a cantar coplas.
Le repetí que nos apuráramos a fin de
llegar a la hora debida a lo de Marciano. Buscando otras explicaciones para mi
excitación (otras, además de la oscuridad, del viento y de los batidos trapos
negros que no se alejaban de mi memoria) recordé cuánto me impresionan y
dominan los estados de ánimo colectivos... "Todos creen aquí, pensaba yo,
y con secreta debilidad agregaba:..."pero tenemos razón nosotros, nosotros
estamos en la verdad, aunque nos sintamos borrachos".
A pesar de que las linternas también me
impresionan, por nada del mundo hubiera apagado la mía. De rato en rato
iluminaba a Prudencio, y él, siempre sonriente, aprovechaba para ver cuánto
quedaba de ginebra en su botella. Estábamos llegando a Pueblo Nuevo, cuando se
detuvo para hacer aguas (orinar). Al reanudar la marcha comenzó a cantar con
aire de baguala: "Si solterito me viera / no me volviera a casar / por
lástima de mis ojos / no los hiciera llorar..." Podía haber alguna
intención en sus versos - yo acababa de separarme de mi mujer - y lo hice
callar. "En noche como ésta no me gustan coplas, ni cantos", le dije,
"quiero cumplir y nada más. Vamos, ligero"
Es extraordinario. Ahora pienso que con
mis urgencias sólo conseguía hacerlo sonreír.
Cuando nos alcanzó la luna me alegré
mucho. En la Quebrada ella es la gran riqueza del cielo y de la tierra, y su
presencia me tranquilizó. Casi con alegría, tomé la huella del camino, seguido
por Prudencio y su botella.
Fue cerca de la curva de Don Cosme
Cruz, donde sentimos un galope. Ibamos caminando - y a la vez - escuchando con
atención. "Vienen de arriba", dijo Prudencio. "Si", le
contesté: "deben de estar más allá de la casa de Guillo Padilla"
(aclaro que aquí, "arriba" es el norte y "abajo" es el sur;
pura verdad topográfica, nada más). "Son muchos", agregué, "más
de veinte...¿no?" Mi compañero se detuvo para escuchar mejor y responder a
mi pregunta. "Vienen del lado del cementerio", afirmó, "pero más
parece una tropilla que se hubiera asustado...porque es un galope 'amontonado'
y loco".
No pude menos que admirarlo, era una
observación formidable. "Tenés razón", le repliqué, "tenés
razón. Es una tropilla asustada; doblando el camino, la toparemos".
Pero al doblar hacia lo de Guillo vimos
las huellas del callejón blancas y solitarias...y trepidantes. El galope se
acercaba frenético y clarísimo, pavoroso.
No había calle ni senda transversal;
entró a dominarme el miedo y miré a Prudencio como para que me salvara. El, a
mi lado pestañeaba rápidamente, nervioso. El galope estaba muy cerca ya, y era
como el de un malón. Entonces, para mí, que Prudencio se enloqueció. Arrojó la
botella hacia delante, con energía espantosa, como contra alguien. "Cuidado",
gritó y me dio un empujón hacia la cuneta. Yo rodé entre los yuyos mientras el
galope me envolvía en ruido. No vi a nadie. No vi nada. Cuando pasó, busqué a
Prudencio...lo encontré como a quince metros atrás de mí, mutilado y pisoteado,
todavía caliente, húmedo, vaporoso de sangre y tierra.
ILDIKO
NASSR
Ildiko
Nassr nació en 1976, es docente y reside en la ciudad de San Salvador de Jujuy.
Tiene varios libros publicados: Libros publicados: “Vida de perro” (cuentos,
1998), “Reunidos al azar” (Poemas, 1999), “La niña y el mendigo” (poesía,
2002), “Ser poeta” (en co-autoría, poemas, 2007), “Placeres cotidianos”
(Microficción, 2007). Trabajos suyos aparecen en diversas antologías nacionales
e internacionales.
A
medias Ildiko Nassr
versión
libre sobre un texto de David Slodky
.....
Desde el único rincón iluminado de la casa, el hombre construye minuciosos
castillos (no de arena, sino de palabras).
.....
Le ha pedido a la mujer que ya no use esos zapatos ruidosos y ella camina
sigilosa acarreando lo necesario para complacerlo: bebidas, cigarros, hojas,
lapiceras…
.....
—Es un buen hombre, después de todo —se consuela la mujer descalza—. Algún día
mi amor lo hará cambiar.
.....
El hombre pasa días y noches planificando y ordenando su pequeño mundo luminoso
en la casa oscura.
.....
No mira a la mujer ni duerme con ella. Pero sabe de su amor. Eso lo hace sentir
seguro. Ya la compensará cuando termine su obra maestra.
.....
La vida oscila entre la rutina y el silencio durante un tiempo que no podemos
contar ni entender.
.....
Una tarde el corazón del hombre dice basta. La mujer no avisa a nadie. Son tan
pocos los amigos y ya ningún pariente los visita. Saca a su hombre del rincón y
lo lleva a la cama a dormir juntos, creyendo que su deseo se hizo realidad, a
medias.
El
Otro
el
niño mira desde detrás de su ventana
sus
ojos buscan al otro niño igual a él
que
vive en algún lugar de este mundo
él
lo sabe muy bien y está seguro
de
que en algún momento se encontrarán
está
confinado a la habitación de grandes ventanales
su
madre dice que esta enfermedad terminará
en
algún momento en un tiempo que no es este
él
cree que ese otro niño igual a él
está
sano y juega a las escondidas con otros niños
sabe,
también, que ese niño explora y conoce
mundos
que él sólo puede imaginar
PONGAMOS
QUE HABLO DE JUJUY
j.
s.
acá
el mar tampoco se puede concebir
y
el deseo hace doler hasta el grito
las
niñas quieren ser princesas de la bailanta
y
los niños se envalentonan con sangría
se
visten de reinas en primavera
disfrazan
todo de fiesta de los estudiantes
acá
donde la quebrada de humahuaca
es
un paquete turístico de otra provincia
donde
los cerros son de más de siete colores
y
las casas se suceden en una larga calle principal
que
me dejen siempre en este jujuy
de
marchantas y puestos de juguetes usados
los
vendedores anuncian sus ¡tamales! ¡humitas!
y
no oyen a quien quiere degustar el manjar
pareciera
que no quieren deshacerse de males
el
escobero te asusta con su saludo ¡escobas!
a
la noche aparece en pesadillas colectivas
en
clases a la mañana siguiente las bobas
se
ríen con su profesora de literatura
y
entre tantos gritos y anuncios
nos
enteramos de muertes absurdas
en
la franja de gaza o en irán que nos impiden
seguir
disfrutando de la vida
y
de la felicidad
PREGUNTAS
¿cómo
una sigla de la que apenas sabemos su significado puede cambiarnos la vida?
¿cómo
es posible que se permitan las digresiones tan extensas que se nos hace
imposible volver a donde estábamos?
¿cómo
sé cuando es pronto? ¿cómo si pareciera que toda mi racionalidad se fue con el
dolor de las piernas cansadas de tanto recorrer?
no
la inspiración ni las palabras no el conocimiento ni los sentidos
sólo
un torbellino de incertidumbres
un
ramillete como ofrecido a un amante
mi
desdicha parece no tener medidas
hasta
que la vida me muestra otra mayor
¿cómo
puede una palabra cambiarte el rumbo?
¿cómo?
ESCRIBIR
escribir
como si en la escritura se fueran todas las angustias, todos los miedos
como
si en las palabras hubiera alguna respuesta que no habíamos visto
establecer
comparaciones para que todo quede más claro
como
si la claridad fuese algo posible
refugiarse
en el halo de un poema
escucharse
conversar como si se estuviera fuera del cuerpo
como
si se fuera otra cosa que no sea el propio cuerpo.
Insectos
El
jueves de navidad nos levantamos tarde,
después
de una noche de mediocres festejos,
el
baño invadido de hormigas negras
en
una guía de lectura para docentes leía en la cama,
como
un extraño placer que muy pocos entienden,
acerca
de las hormigas del África
camino
los diez pasos que me separan del baño
y
me encuentro con esos animales que hasta hace unos minutos eran de papel
rodean
la pared y los artefactos
como
excepción, no hay zapatillas ni chancletas por ahí
busco
algún arma que me permita exterminarlas
nada
no
he nacido para asesina
mi
destino es otro que aun no logro descifrar
¿qué
me dirán esos animales en el piso alto de mi hogar?
¿serán
mi animal de poder? ¿al morir me transformaré en una hormiga negra?
¿saldré
a asustar niños en la mañana de navidad?
me
entero, enseguida, de la muerte de mi abuelo húngaro
la
estirpe de la que provengo está devastada
todos
los hombres de mi vida han muerto en estos años
sola,
acorralada por una muerte celosa
sólo
me queda la escritura
(el
veneno para hormigas expiró en 1998)
Pájaros
escribo
la palabra
para
conjurar el canto de los pájaros
ellos
han elegido
mi
casa para vivir
se
mueren sin poder llegar al nido
los
encuentro al llegar a ese único refugio
que
todavía me queda
me
pertenecen y no puedo evitar su muerte
quisiera
ser dios
o
pájaro
Sei
Shonagon
Sei
shonagon vivió en japón en el siglo X
emily
dickinson vivió en estados unidos en el siglo XX
ildiko
nassr vivió en argentina después del golpe de estado
más
sangriento de la historia de su país
nunca
escribió un gran poema como shonagon o dickinson
pero
la poesía le mostró su piel una noche de amor
y
jujuy le brindó un banquete de imágenes mágicas
.
MITA HOMS
Nació en Córdoba en 1939. Es contadora
pública. Colabora con sus cuentos en diarios locales. Vive en Jujuy desde 1959.
El valor de las alhajas
Un anillo de platino con un diamante enorme rodeado de piedras más
pequeñas de reflejos tornasolados. Maribel lo vio en una vidriera y una nube de
tristeza ensombreció su carita.
Remigio le tomaba las manos con ternura y la
miraba profundamente a los ojos para
transmitirle la fuerza del amor, pero en el fondo de esas pupilas, brillaba la
alhaja iridiscente.
- Voy a ir a preguntar el precio- fue el resignado recurso de Remigio.
Maribel se iluminó con una sonrisa de ángel y se puso a esperar,
moviendo graciosamente sus manos con los dedos extendidos.
-Cuesta un ojo de la cara- Nunca podré reunir tanto dinero.
- Seguro que no -reconoció Maribel-, pero...
Remigio asintió tristemente y, con toda la desdicha sobre sus hombros,
volvió a la joyería. La vendedora puso la sortija sobre la bandeja de
terciopelo, Remigio se sacó el ojo izquierdo y lo dejó junto a la joya.
- Debe de amarla mucho- murmuró la joven, a punto de llorar.
La felicidad de Maribel recompensaba el sacrificio de Remigio, aunque su
ojo vacío dejaba escapar, de vez en cuando, una lágrima oscura.
Un relicario de oro viejo con incrustaciones de esmeradas colgado de una
gruesa trenza de hilos también de oro. Cuando Remigio fue de visita, la
pesadumbre del rostro de Maribel le traspasó el corazón y tuvo que volver a la
joyería. Ella se iluminó con una sonrisa de ángel y esperó acariciándose el
escote frente al espejo.
La vendedora, vacilante, sacó el relicario, al tiempo que decía casi con
remordimiento:
- Cuesta un ojo de cara...
Remigio se mostraba sereno, pero el párpado hundido sobre el hueco del
ojo izquierdo se estremecía en retorcidas convulsiones, como si quisiera
gritar. Al verlo, la vendedora guardó la joya, tomó a Remigio del brazo y se
fue con él a un bar próximo. Allí le habló con dulzura, hasta asegurarse de que
el corazón del muchacho había quedado en paz. Cuando se separaron, él fue
resueltamente a la casa de Maribel para exigirle que le devolviera el anillo.
El rugido de Maribel fue una tormenta.
-¡Nunca! ¡Jamás! ¡Antes, tendrás que cortarme el dedo!
Remigio le cortó el dedo y salió satisfecho con el anillo. En la
esquina, lo esperaba la vendedora.
Mita Homs
domingo, 10 de junio de 2012
Jorge Accame
Nació en Buenos Aires, Argentina, en
1956. Desde 1982 está radicado en Jujuy, Argentina. Estudió Letras en la
Universidad Católica Argentina de Buenos Aires; enseña en la Facultad de
Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy. En 1998,
su obra Venecia fue estrenada en Buenos Aires, en el Teatro del Pueblo. Desde
entonces se ha representado en Inglaterra, España, Eslovenia, Estados Unidos de
Norteamérica, Canadá, México, Colombia, Venezuela, Perú, Chile, Brasil,
Uruguay, Bolivia, y en la mayoría de las provincias de Argentina. Con Venecia
ha ganado varios premios, entre ellos el Florencio Sánchez. Ha sido becado por
la Fundación Antorchas para asistir al Programa Internacional de Escritura en
la Universidad de Iowa (Estados Unidos). También recibió becas del Fondo
Nacional de las Artes, del Instituto Nacional del Teatro, de la Fundación
Civitella Ranieri, la Colonia MacDowell, la Corporación Yaddo y la Fundación
Guggenheim. Ha publicado Cuatro poetas, Punk y circo, Golja (poesía), Cumbia,
Ángeles y diablos, Día de pesca, ¿Quién pidió un vaso de agua?, Cuarteto en el
monte, El jaguar, El mejor tema de los '70, Diario de un explorador (cuentos);
Concierto de jazz y Segovia o de la poesía (novela). Entre los títulos de sus
obras teatrales figuran Casa de piedra, Chingoil Compani, Suriman ataca,
Venecia y Hermanos.
FLORES
Yo era profesor de Castellano en la
Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el segundo año A de bachillerato,
tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas
corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al
grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso
Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.
Por las dudas, en los días sucesivos
pregunté en otros cursos: todos ignoraban su origen. Repasé las listas en vano.
Nadie apareció con ese apellido.
No me sorprendí demasiado. Un escrito
aplazado era quizás eludido hasta por su propio dueño. Probablemente abusando
de mi ignorancia acerca de los integrantes de cada grupo, alguien había firmado
con seudónimo previendo el resultado fatal.
Hacia septiembre, volví a examinar al
segundo año. Corregí los trabajos y me encontré —creo que lo esperaba— con otra
hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había aprobado.
No llevé a cabo más pesquisas. Ahora
estaba seguro de que Flores pertenecía a segundo A. Haber encontrado dos veces
un trabajo suyo entre las evaluaciones de ese grupo lo confirmaba. Sospeché que
se trataba de un nombre apócrifo de algún bromista que había hecho dos pruebas.
Una, firmada con su verdadero apellido para obtener un concepto real; la otra,
que debía atribuirse a una sombra —Flores— y que era entregada con el solo
propósito de perturbarme.
Durante el recreo, mencioné el episodio
en el buffet del colegio, delante de mis colegas. En ese momento el comentario
no produjo ningún efecto. Nunca se escucha realmente lo que dice el otro, salvo
que el discurso sea por mera casualidad el que uno mismo está por decir.
Cuando ya iba a entrar al aula, sentí
que me aferraban del brazo para detenerme. Era una preceptora.
Se la veía nerviosa.
—Sin querer —murmuró— he oído lo que
relató en el bar.
Le dije para tranquilizarla que no
tenía la menor importancia.
Ni siquiera intentó escucharme y empezó
a hablar:
—Había hace tiempo, en segundo A, un
chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era voluntarioso y estudiaba mucho,
pero sus deficiencias —mala escuela primaria o falta de cabeza, se ve— le
impidieron eximirse. Una tarde, cuando venía hacia aquí a rendir examen por
quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y murió. Fue la única materia
que quedó debiendo para siempre.
La narración era algo melodramática.
Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión entre aquellas coincidencias
me inquietó por varias semanas.
Ese verano, tomé la evaluación final en
segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé sin leerla. Al día siguiente, la
dejé sobre el pupitre de un aula vacía.
Ya no volví a saber de mi inexistente
alumno. Deliberadamente, deseché una última explicación posible: la
intervención de algún familiar o amigo íntimo del difunto, que cursara en la
escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y simbólicamente su voluntad
truncada.
Para mí (y para la sombra) había una
sola realidad: Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado.
En el borde del barranco
La mujer apareció de golpe sobre la ruta y le hizo señas para que se
detuviera. El hombre frenó en la banquina unos metros más adelante. Ella se
acercó y asomándose hacia adentro por la ventanilla, le dijo:
-¿Puede ayudarme? Mi auto se
desbarrancó.
El hombre miró y descubrió un cartel
arrancado y la huella profunda de unas ruedas que terminaban en el vacío.
- Suba – le ofreció.
Pero ella dijo que iría a pie para
mostrarle el camino.
El hombre la siguió hasta la curva. La
vio parada en el borde del barranco, con el brazo extendido, inmóvil por unos
segundos.
Luego la perdió en la neblina.
Bajó de la camioneta y cerró con llave.
En el fondo del monte divisó un automóvil rojo atorado en la maleza. Era un
atardecer nublado y el verde de las plantas resplandecía.
- Señora - llamó.
Comenzó a descender lentamente porque
la barranca era casi vertical. Resbaló dos veces antes de llegar y se rompió el
pantalón. Pensó en la mujer. Se preguntó cómo se las había arreglado en una
pared tan escarpada.
- Señora – llamó otra vez.
Escuchó un llanto de niño que provenía
desde el interior del auto. Se aproximó y a través de los vidrios astillados
distinguió en el asiento de atrás un bebé de meses.
En el sitio del conductor había un
cuerpo doblado sobre el volante.
El hombre tanteó las puertas pero
estaban trabadas. Con cuidado, terminó de romper el parabrisas. Se retorció
hacia adentro, llegó hasta el niño y lo sacó. Lo apoyó en el pasto, envuelto en
su campera.
Luego volvió por el conductor. Era la
mujer que lo había detenido en la ruta. Empujó su cuerpo suavemente hacia el
respaldo. En el peso comprendió que estaba muerta. Una muerta serena, sin
muecas de dolor ni de miedo. Sólo en los suaves labios morados se alargaba un
suspiro de cansancio, porque su instinto de hembra la había forzado a trabajar
más allá de las jornadas humanas.
POSESIÓN
Los cuatro volvíamos de un baile de
carnaval. Íbamos cantando a los gritos por la ruta. Serían las tres de la
madrugada, pero el pueblo todavía andaba por las calles. En el cruce, Osvaldo y
Juan se detuvieron. Había una mezcla de músicas y albahaca en el aire.—Bueno,
aquí los dejamos —me dijo Osvaldo guiñándome un ojo.—Nos vemos mañana
—respondí. No pregunté adónde iban, porque
quería estar un rato a solas con Estela. Si por mí hubiera sido, me habría
separado de ellos mucho antes.—Pórtense bien —dijo Juan. Los dos me dieron la
mano tres o cuatro veces y saludaron a Estela con un beso.—Adiós —balbuceó
Osvaldo. Juan eructó. Tenían una linda macha. Los empujé con suavidad.—Váyanse
—dije.—Adiós. Bajaron hacia las casas. Me quedé viendo cómo se alejaban y
doblaban una esquina. Miré el cielo. Suspiré. Abracé a Estela y le pregunté si
me amaba. Me contestó con voz de hombre. Yo también estaba medio borracho pero
me di cuenta de que había contestado con voz de hombre. Después soltó una
carcajada que me encrespó el espinazo. La contemplé estupefacto, sin
reaccionar. Me pegó un sopapo que me hizo doler el cuello por la violencia con
que me dobló la cabeza.—¿Qué te pasa a vos? —desafió y volvió a reírse. Me
asusté. El mareo de la cerveza que había tomado desapareció en segundos. La
sacudí y la llamé por su nombre, pero se deshizo de mí y me empujó a un costado
de la ruta.—Yo te puedo —dijo burlándose, y me insultó masticando
repulsivamente unas palabras que no
comprendí. Dio media vuelta y empezó a alejarse del pueblo. La alcancé, la
agarré del brazo y latironeé. Ella giró la cabeza y se rió.—Qué me vas a poder
a mí —dijo, y me arrastró unos metros. Vi cerca cuatro o cinco niños y sentí
miedo. —Shh. Vienen chicos. Sorpresivamente se tranquilizó, el rostro se le
acomodó en los rasgos que yo le conocía y pareció debilitarse. Tuve que
sujetarla para que no cayera al suelo. Los chicos pasaron riendo. Iban
tirándose harina y papel picado. Nos saludaron y prosiguieron rumbo al pueblo.
Con Estela entre mis brazos, los vi perderse en una de las primeras calles. Era
una noche brumosa por el polvo que se levantaba permanentemente a causa de los
bailes. Cuando bajé la vista, me encontré con los ojos abiertos de mi novia
fijos en mí.—¿Estás bien? —le pregunté
con temor. Ella sólo me observaba, en silencio. La acaricié. Estuvimos así unos
segundos. Después la boca se le empezó a deformar y le reventó en una
carcajada.
Se incorporó.—Yo te puedo a vos —dijo
con voz gruesa. Caminó un trecho en cuatro patas. Después se puso de pie. Me
arrojé encima y la abracé por la espalda. Ella se revolvió como loca para
zafarse, pero yo había atenazado mis manos sobre su estómago. Aunque su fuerza
era brutal, no pudo desprenderse. —Quédate quieta —le ordené. —Soltame que te
mato.—Si te quedás quieta, te suelto. Yo la sentía jadear agitada; algo
pegajoso me mojó las manos. De repente volteó la cabeza y noté que de su boca
salía una baba oscura. La apreté más. Hizo un último esfuerzo y tensó los
músculos. La aguanté. Después de algunos segundos se aflojó y cayó desmayada.
Deposité su cuerpo relajado sobre la arena .Permanecí a su lado un rato para
verificar que no fingía y fui corriendo al pueblo a buscar a doña Sara, una
vieja rezadora. La mujer me atendió medio dormida asomando su cabeza de tortuga
por la puerta entornada.—¿Qué hay? —preguntó. Le expliqué lo que sucedía, pero
con la agitación no podía hablar con claridad. Al fin, le hice entender que
Estela estaba mal y me dijo que la aguardara. Doña Sara salió en seguida,
cubierta con una manta. Fuimos a paso rápido, mientras yo intentaba darle más
detalles del extraño comportamiento de mi novia. Desde lejos, antes de que
llegáramos, vi que Estela no estaba en el sitio donde la había dejado. Busqué a
lo largo de la ruta. La descubrí deambulando más allá del cruce. Parecía un
espectro, con su traje de carnaval. Era un disfraz de viuda, negro y largo, y
las luces de los vehículos que pasaban lo hacían relampaguear. La alcanzamos y
empezamos a corretearla por el campo, porque no quería detenerse a escucharnos.
Con doña Sara la agarramos y la tironeamos hacia el pueblo.—Déjenme, —gritaba
Estela y se reía. Rugía, nos pateaba. A veces lograba arrastrarnos un trecho,
pero en seguida se cansaba y volvíamos a empujarla hacia las casas. La vieja
sacó desde abajo de la manta un frasco con agua bendita y comenzó a rezar entre
los ronquidos de burla de Estela, que desfallecía contrayéndose como una lombriz
en la sal. Luego se recuperaba, se alejaba unos pasos y de inmediato volvía y
enfrentaba a doña Sara con insultos rarísimos y asquerosos. Alguna gente había
acudido y nos contemplaba. La vieja recogió un poco de agua del frasco entre
los dedos y empezó a rociarla con apuro; sentí que algunas gotas me salpicaban
en la cara, pero Estela no se mojaba. Le tiró directamente con la boca del
frasco. El agua bendita no la tocó, la atravesó y cayó manchando la tierra.
Vino más gente. En la confusión reconocí a Osvaldo y a Juan. De pronto, Estela
se lanzó sobre doña Sara e intentó morderla, le horadaba con sus dedos el
cuerpo para desgarrarla. La vieja trataba de mantenerla alejada a manotazos.
Entre varios las separamos y sujetamos a Estela, pero ella nos despidió lejos,
como un tornado. Su fuerza era terrible; sin embargo, como ya le había sucedido
otras veces durante esa noche, de repente se extenuó y pudimos controlarla. La
llevamos hasta la iglesia. Parecía una potra cansada. Osvaldo, Juan y yo la
metimos adentro y cerramos las puertas. En cuanto la soltamos, Estela pegó un
salto y se trepó a una de las paredes. Empezó a caminar hacia el techo como una
mosca
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