martes, 12 de junio de 2012

lunes, 11 de junio de 2012


SUSANA QUIROGA


 Poeta y narradora jujeña, nació un 26 de abril de 1942. Desde niña amó la literatura y ese sentimiento la llevó a estudiar Letras. Heredó de su madre la pasión por la lectura, de su padre, el aliento y alegría para encarar la vida. Su trabajo docente y, simultáneamente, su carrera literaria contaron con el apoyo necesario de su compañero y de sus cuatro hijos, alas de viento, que cimentaron la independencia que la sostiene.
Culminó su carrera docente como Rectora del Colegio Nacional Nº 1, “Teodoro Sánchez de Bustamante” de Jujuy, cargo al que accediera por Concurso de Antecedentes y Oposición, siendo la Primera mujer rectora en ese colegio centenario, y con las cátedras de Literatura Española III y Didáctica de la Lengua en institutos terciarios de formación docente.
OBRA: poesía “Mariposas”, cuentos “Ráfagas de viento”, “Poemas de la soledad”, “Salvajes luces inquietas sombras”. Su novela “Final de sitio (el río de Agustina)” mereció la Faja Nacional de Honor - SADE, Bs. As. 2004 .
En la actualidad ejerce el periodismo cultural en Páginas de revistas culturales y periódicos de diferentes medios del país y del extranjero. Coordina el grupo “Ahora o nunca Jujuy”. Dirige de la Página Literaria del Diario Pregón de Jujuy desde 2001. Es Miembro de Honor por Jujuy de la “Fundación Argentina para la Poesía”, Bs. As.
Susana Quiroga reconoce como una de las temáticas principales de su escritura, la de la mujer, con la que se ha comprometido como un reconocimiento a su psicología, a su lucha, lo mismo que la Naturaleza y su contexto, sobre los cuales continúa escribiendo, desde su lugar amado, Jujuy y desde el cual lanza su mirada al mundo.


REENCUENTRO

Volvía en la tibia tarde a sus cerros. Un poco más crecido, más alto, todavía niño con  sus catorce años. La ciudad había empalidecido su rostro trigueño. Había desdibujado la boca, había empañado el negro de sus ojos, lo había debilitado. Cuatro años parecieron cuatro siglos. Aquel padrino lejano lo había conchabado de peoncito, peoncito de los mandados, peoncito de barrer la vereda, peoncito de limpiar el almacén. Peoncito de diez años.
Aprendió a hablar más rápido, a alzar la mirada tímida hasta los ojos de quien le hablaba, a mirar algo más que tolas y yaretas. En la escuela, al principio se retrotraía. Poco a poco se fue familiarizando con los otros chicos, con los maestros. Aprendió a ser más rápido, menos tímido. Pero en el fondo de sus gestos y de su mirada, la melancólica tristeza de su raza aparecía..
El verde de estos cerros le mostraban los otros más altos, más imponentes, más desnudos guardados en sus recuerdos. La gruta de arena roja, por donde trepaba detrás de sus ovejas, asomaba en sus sueños. Y un ardor le apretaba el pecho cuando se le presentaba la sonrisa pálida de su madre muerta. Extrañaba el mágico silencio, el aire enrarecido de su cerro.
Ahora volvía porque el frío penetraba en sus huesos. Las fuerzas se iban. Los remedios no surtían efecto.
Apoyado en el vidrio de la ventana bebía con la mirada el color de la quebrada, el camino árido que lo acompañaba. Empezaba a distinguir los cactus enhiestos que con sus gestos humanos lo contemplaban. Las cruces en la cima se confundían con el azul del cielo.
Por fin, paró el ómnibus que lo transportaba. Cruzó el pueblo Y tropezando enderezó hasta el camino que serpeaba entre los cerros. Tenía que esperar que algún vehículo pasara. Se sentó a la vera del camino y con su poncho envolvió el cansancio. El viento ya le acariciaba el rostro y ese otro frío familiar le penetraba en los huesos.
Sabía que tendría tiempo de llegar al único lugar que le depararía consuelo y ese pensamiento lo mecía junto al viento.
Trepó tembloroso a la caja de la camioneta. El polvo del camino envolvía su cansancio. No sentía los golpes contra la caja. Sus ojos soñolientos reconocían las curvas, las lomadas. Paso a paso aparecía la tierra roja, la laguna azul. Se familiarizó un instante con el abismo con su cabeza pendiente, hasta que el brusco giro la volvió a su lugar.
Ya no sentía ni sus piernas ni sus brazos. De pronto, en una de las vueltas divisó su lugar, su cerro. Cuando bajó tambaleante, el viento le castigó la cara. Sabía que debía darse prisa.
Todavía tenía que trepar esa lomada. ¿Con qué fuerzas? Avanzó pateando incoherente las piedras. El sudor le bañaba la frente. Y la palidez le borraba los gestos. El frío le apretaba el pecho. Sabía que debía apurarse, no fuera que el aleteo se congelara.
El sol se perdía entre el naranjo-amarillo del cielo. Tenía que llegar.
Se limpió las lágrimas de la cara y se secó con la manga la sangre que tibia corría por su boca. Ya estaba por llegar.
Por fin, se dejó caer sobre las piedras, de cara al polvo con los brazos en cruz. Apretó la tierra dura con sus manos y esperó. Paco a poco sintió el hormigueo en sus dedos, en las palmas de sus manos; la tibieza le subía por las piernas, por su cuerpo, alejaba el frío de su pecho.
Sintió nutrirse de la fuerza madre tierra de la antigua raza que yacía entre las piedras. Entonces…relajado, sonrió.

Solo haciendo clic en este enlace accederán a leer distintos tipos de textos folclórico propios del Norte argentino ¡Disfrútenlos! 

http://www.folkloredelnorte.com.ar/literatura/letras2.htm


JORGE CALVETTI



(1916-2002)
       Nació en Maimará, provincia de Jujuy, Argentina, en 1916. Vivió la literatura argentina de casi todo el siglo. Entre sus amigos se contaron Roberto Arlt, Alfonsina Storni y Carlos Mastronardi (de quien fue su albacea), Jorge Luis Borges y Xul Solar, entre muchísimos otros.

       En 1955 fundó el grupo Tarja, de Jujuy, y la revista del mismo nombre cuya dirección compartió con los escritores Mario Busignani, Andrés Fidalgo, Néstor Groppa y el artista Medardo Pantoja. Formó parte de numerosas instituciones culturales de nuestro país. Fue miembro de la Academia Argentina de Letras durante nueve años, e integrante de la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.). Durante 30 años se desempeñó en el diario La Prensa, y fue colaborador de innumerables revistas.

Libros publicados:
Poesía
Entre otros:
-Fundación en el cielo, 1944
-Libro de homenaje, 1957
-Imágenes y conversaciones, 1966
-La Juana Figueroa, 1968
-Solo de muerte, 1976
-Memoria terrestre, (antología), 1983
-Poemas conjeturales, 1992
-Obra PoéticaAntología, Colección Poetas Argentinos Contemporáneos, Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1997
Narrativa
-Alabanza del Norte, 1944
-El miedo inmortal, 1968
-Escrito en la tierra, 1993

EL GALOPE:

"Dic, ait" o virgo, quid volt concursus ad amnem? Qidve petunt animae? - Eneas
("Dime, ¡Oh virgen!" ¿Qué significa esa afluencia junto al río? ¿Qué buscan las almas?)
Esto sucedió el Día de los Difuntos. Para esa fecha se cumple en esa región una ceremonia tradicional que se inicia en la noche del primero de noviembre con el rito llamado de "Las ofrendas". Desde la víspera tienen preparadas, debajo de un crucifijo colgado en una pared cubierta con paños negros, dos mesas en forma de T. En una de ellas, la que hace de palo mayor - de vertical, diré -, los deudos amontonan en forma de ataúd toda la ropa del muerto a quien se recuerda; alrededor, y hacinados, gran cantidad de bizcochos, empanadillas y galletas, y al medio, exactamente debajo del crucifijo, un pan ex profeso amasado en forma de escalera. Sobre ella, unos muñecos de masa en los que creen ver figuración o representación de almas y que tienen formas impresionantes, descansan como en mitad de su marcha ascendente hacia el Cristo. A la luz de las velas pueden verse platos con las comidas que fueron gusto del difunto, y también sus "vicios": coca, chicha, cigarrillos, vino.
Desde la tarde comienzan las visitas a las casas de familias que tienen algún pariente a quien rendir el tributo de las ofrendas. Durante esas visitas, las libaciones son abundantes, de manera que todos los deudos - no exceptúo a las mujeres - esperan la noche ayudados por el alcohol.
Es de fe entre las gentes del pueblo que el alma de sus finados visita en esa noche, a medianoche, la casa donde ha vivido. Debe entonces encontrar en ella todo lo que supo querer y gustar en la tierra. De no ocurrir así, el alma "se enoja" y entonces la ruina de la familia es segura.
Cuidan, por ello, de mantener vivos en el recuerdo hasta los que fueron más particulares y nimios deseos del muerto. Esa es la razón por la cual no en todas las casas se ven los mismos elementos de ofrenda.
Esa noche, hablo del Día de los Difuntos, después de cenar, salí acompañado por Prudencio Sánchez, muchacho criado por mi madre, persona, por tanto, de toda mi amistad y confianza. Visitamos a dos familias y en ambas ocasiones, después de la tradicional jarra de chicha, tomamos "yerbiaos" nombre con que se designa aquí al mate cebado con agua y alcohol.
Cuando nos dirigíamos a visitar a los deudos de un amigo, el finado Marciano Méndez, noté que ni Prudencio ni yo conservábamos un grado normal de verticalidad, aunque todavía estábamos lúcidos y bien dispuestos.
Como he dicho, era importante llegar antes de medianoche a casa de Méndez, de modo que caminábamos a paso más que regular.
En estos lugares, cuando no hay luna, la noche es de una lobreguez cerrada y brutal. Que fuera por esa oscuridad con ráfagas de viento helado, por las fantasmagorías de las sombras de nuestros cuerpos, sombras que temblando a la luz de las velas, se estiraban en el suelo y parte de las tapias laterales, por el sentido sobrenatural de la fecha, o por la conjunción de todos esos elementos, lo cierto es que yo me había impresionado y hubiera preferido no salir. Sólo el deseo de cumplir con la memoria de mi amigo me instaba a seguir.
Mientras íbamos, quise explicarle a Prudencio que si bien yo no creía en nada de lo que inspiraba esa ceremonia, estaba seguro de que honraba al ser querido al visitar en esa fecha a sus parientes.
En rigor de verdad, no puedo decir - debo aclararlo aquí - que no creo. Soy sincero si afirmo que jamás lo he pensado. No soy hombre religioso, ustedes lo saben. No he sido hombre con fe disponible y creo que no podré llegar nunca a creerlo todo. Siempre fui pródigo en indiferencias y si alguna vez pensé en la religión como problema, fue para razonar cómo los seres religiosos pueden no ser supersticiosos; qué suerte de seguridad los lleva a creer en los misterios de la fe - que pueden ser enorme supersticiones - y a descreer en las pequeñas supersticiones - que pueden ser enormes verdades descuidadas -. Cómo administran, distribuyen y seleccionan, con tanta seguridad, en materia tan sutil.
En fin, le dije a Prudencio que no creía, porque era la verdad; pero como contra todo mi deseo soy fácilmente sugestionable y no puedo conservarme impasible como lo pretendo, me favoreció mucho que él, muy tranquilo, me hallara razón. Recuerdo que agregó despectivamente que "todos eran cuentos de ignorantes y tonterías"; más importancia que el ritual de la noche tenía para Prudencio una botella de ginebra casi llena con que le habían convidado. Con ánimo robusto el hombre estaba dedicado a vaciarla y a cantar coplas.
Le repetí que nos apuráramos a fin de llegar a la hora debida a lo de Marciano. Buscando otras explicaciones para mi excitación (otras, además de la oscuridad, del viento y de los batidos trapos negros que no se alejaban de mi memoria) recordé cuánto me impresionan y dominan los estados de ánimo colectivos... "Todos creen aquí, pensaba yo, y con secreta debilidad agregaba:..."pero tenemos razón nosotros, nosotros estamos en la verdad, aunque nos sintamos borrachos".
A pesar de que las linternas también me impresionan, por nada del mundo hubiera apagado la mía. De rato en rato iluminaba a Prudencio, y él, siempre sonriente, aprovechaba para ver cuánto quedaba de ginebra en su botella. Estábamos llegando a Pueblo Nuevo, cuando se detuvo para hacer aguas (orinar). Al reanudar la marcha comenzó a cantar con aire de baguala: "Si solterito me viera / no me volviera a casar / por lástima de mis ojos / no los hiciera llorar..." Podía haber alguna intención en sus versos - yo acababa de separarme de mi mujer - y lo hice callar. "En noche como ésta no me gustan coplas, ni cantos", le dije, "quiero cumplir y nada más. Vamos, ligero"
Es extraordinario. Ahora pienso que con mis urgencias sólo conseguía hacerlo sonreír.
Cuando nos alcanzó la luna me alegré mucho. En la Quebrada ella es la gran riqueza del cielo y de la tierra, y su presencia me tranquilizó. Casi con alegría, tomé la huella del camino, seguido por Prudencio y su botella.
Fue cerca de la curva de Don Cosme Cruz, donde sentimos un galope. Ibamos caminando - y a la vez - escuchando con atención. "Vienen de arriba", dijo Prudencio. "Si", le contesté: "deben de estar más allá de la casa de Guillo Padilla" (aclaro que aquí, "arriba" es el norte y "abajo" es el sur; pura verdad topográfica, nada más). "Son muchos", agregué, "más de veinte...¿no?" Mi compañero se detuvo para escuchar mejor y responder a mi pregunta. "Vienen del lado del cementerio", afirmó, "pero más parece una tropilla que se hubiera asustado...porque es un galope 'amontonado' y loco".
No pude menos que admirarlo, era una observación formidable. "Tenés razón", le repliqué, "tenés razón. Es una tropilla asustada; doblando el camino, la toparemos".
Pero al doblar hacia lo de Guillo vimos las huellas del callejón blancas y solitarias...y trepidantes. El galope se acercaba frenético y clarísimo, pavoroso.
No había calle ni senda transversal; entró a dominarme el miedo y miré a Prudencio como para que me salvara. El, a mi lado pestañeaba rápidamente, nervioso. El galope estaba muy cerca ya, y era como el de un malón. Entonces, para mí, que Prudencio se enloqueció. Arrojó la botella hacia delante, con energía espantosa, como contra alguien. "Cuidado", gritó y me dio un empujón hacia la cuneta. Yo rodé entre los yuyos mientras el galope me envolvía en ruido. No vi a nadie. No vi nada. Cuando pasó, busqué a Prudencio...lo encontré como a quince metros atrás de mí, mutilado y pisoteado, todavía caliente, húmedo, vaporoso de sangre y tierra.



ILDIKO NASSR

Ildiko Nassr nació en 1976, es docente y reside en la ciudad de San Salvador de Jujuy. Tiene varios libros publicados: Libros publicados: “Vida de perro” (cuentos, 1998), “Reunidos al azar” (Poemas, 1999), “La niña y el mendigo” (poesía, 2002), “Ser poeta” (en co-autoría, poemas, 2007), “Placeres cotidianos” (Microficción, 2007). Trabajos suyos aparecen en diversas antologías nacionales e internacionales.

A medias Ildiko Nassr
versión libre sobre un texto de David Slodky


..... Desde el único rincón iluminado de la casa, el hombre construye minuciosos castillos (no de arena, sino de palabras).
..... Le ha pedido a la mujer que ya no use esos zapatos ruidosos y ella camina sigilosa acarreando lo necesario para complacerlo: bebidas, cigarros, hojas, lapiceras…
..... —Es un buen hombre, después de todo —se consuela la mujer descalza—. Algún día mi amor lo hará cambiar.
..... El hombre pasa días y noches planificando y ordenando su pequeño mundo luminoso en la casa oscura.
..... No mira a la mujer ni duerme con ella. Pero sabe de su amor. Eso lo hace sentir seguro. Ya la compensará cuando termine su obra maestra.
..... La vida oscila entre la rutina y el silencio durante un tiempo que no podemos contar ni entender.
..... Una tarde el corazón del hombre dice basta. La mujer no avisa a nadie. Son tan pocos los amigos y ya ningún pariente los visita. Saca a su hombre del rincón y lo lleva a la cama a dormir juntos, creyendo que su deseo se hizo realidad, a medias.

El Otro

el niño mira desde detrás de su ventana
sus ojos buscan al otro niño igual a él
que vive en algún lugar de este mundo
él lo sabe muy bien y está seguro
de que en algún momento se encontrarán
está confinado a la habitación de grandes ventanales
su madre dice que esta enfermedad terminará
en algún momento en un tiempo que no es este
él cree que ese otro niño igual a él
está sano y juega a las escondidas con otros niños
sabe, también, que ese niño explora y conoce
mundos que él sólo puede imaginar

PONGAMOS QUE HABLO DE JUJUY

j. s.
acá el mar tampoco se puede concebir
y el deseo hace doler hasta el grito

las niñas quieren ser princesas de la bailanta
y los niños se envalentonan con sangría

se visten de reinas en primavera
disfrazan todo de fiesta de los estudiantes


acá donde la quebrada de humahuaca
es un paquete turístico de otra provincia
donde los cerros son de más de siete colores
y las casas se suceden en una larga calle principal

que me dejen siempre en este jujuy
de marchantas y puestos de juguetes usados

los vendedores anuncian sus ¡tamales! ¡humitas!
y no oyen a quien quiere degustar el manjar
pareciera que no quieren deshacerse de males

el escobero te asusta con su saludo ¡escobas!
a la noche aparece en pesadillas colectivas
en clases a la mañana siguiente las bobas
se ríen con su profesora de literatura

y entre tantos gritos y anuncios
nos enteramos de muertes absurdas
en la franja de gaza o en irán que nos impiden
seguir disfrutando de la vida
y de la felicidad

PREGUNTAS

¿cómo una sigla de la que apenas sabemos su significado puede cambiarnos la vida?
¿cómo es posible que se permitan las digresiones tan extensas que se nos hace imposible volver a donde estábamos?
¿cómo sé cuando es pronto? ¿cómo si pareciera que toda mi racionalidad se fue con el dolor de las piernas cansadas de tanto recorrer?
no la inspiración ni las palabras no el conocimiento ni los sentidos
sólo un torbellino de incertidumbres
un ramillete como ofrecido a un amante
mi desdicha parece no tener medidas
hasta que la vida me muestra otra mayor
¿cómo puede una palabra cambiarte el rumbo?
¿cómo?

ESCRIBIR

escribir como si en la escritura se fueran todas las angustias, todos los miedos
como si en las palabras hubiera alguna respuesta que no habíamos visto
establecer comparaciones para que todo quede más claro
como si la claridad fuese algo posible
refugiarse en el halo de un poema
escucharse conversar como si se estuviera fuera del cuerpo
como si se fuera otra cosa que no sea el propio cuerpo.


Insectos

El jueves de navidad nos levantamos tarde,
después de una noche de mediocres festejos,
el baño invadido de hormigas negras
en una guía de lectura para docentes leía en la cama,
como un extraño placer que muy pocos entienden,
acerca de las hormigas del África
camino los diez pasos que me separan del baño
y me encuentro con esos animales que hasta hace unos minutos eran de papel
rodean la pared y los artefactos
como excepción, no hay zapatillas ni chancletas por ahí
busco algún arma que me permita exterminarlas
nada
no he nacido para asesina
mi destino es otro que aun no logro descifrar
¿qué me dirán esos animales en el piso alto de mi hogar?
¿serán mi animal de poder? ¿al morir me transformaré en una hormiga negra?
¿saldré a asustar niños en la mañana de navidad?
me entero, enseguida, de la muerte de mi abuelo húngaro
la estirpe de la que provengo está devastada
todos los hombres de mi vida han muerto en estos años
sola, acorralada por una muerte celosa
sólo me queda la escritura
(el veneno para hormigas expiró en 1998)

Pájaros

 escribo la palabra
para conjurar el canto de los pájaros
ellos han elegido
mi casa para vivir
se mueren sin poder llegar al nido
los encuentro al llegar a ese único refugio
que todavía me queda
me pertenecen  y no puedo evitar su muerte
quisiera ser dios
o pájaro

Sei Shonagon

Sei shonagon vivió en japón en el siglo X
emily dickinson vivió en estados unidos en el siglo XX
ildiko nassr vivió en argentina después del golpe de estado
más sangriento de la historia de su país
nunca escribió un gran poema como shonagon o dickinson
pero la poesía le mostró su piel una noche de amor
y jujuy le brindó un banquete de imágenes mágicas





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MITA HOMS

Nació en Córdoba en 1939. Es contadora pública. Colabora con sus cuentos en diarios locales. Vive en Jujuy desde 1959.

El valor de las alhajas

    Un anillo de platino con un diamante enorme rodeado de piedras más pequeñas de reflejos tornasolados. Maribel lo vio en una vidriera y una nube de tristeza ensombreció su carita.
 Remigio le tomaba las manos con ternura y la miraba profundamente  a los ojos para transmitirle la fuerza del amor, pero en el fondo de esas pupilas, brillaba la alhaja iridiscente.
   - Voy a ir a preguntar el precio- fue el resignado recurso de Remigio.
     Maribel se iluminó con una sonrisa de ángel y se puso a esperar, moviendo graciosamente sus manos con los dedos extendidos.
     -Cuesta un ojo de la cara- Nunca podré reunir tanto dinero.
     - Seguro que no -reconoció Maribel-, pero...
   Remigio asintió tristemente y, con toda la desdicha sobre sus hombros, volvió a la joyería. La vendedora puso la sortija sobre la bandeja de terciopelo, Remigio se sacó el ojo izquierdo y lo dejó junto a la joya.
     - Debe de amarla mucho- murmuró la joven, a punto de llorar.
    La felicidad de Maribel recompensaba el sacrificio de Remigio, aunque su ojo vacío dejaba escapar, de vez en cuando, una lágrima oscura.
    Un relicario de oro viejo con incrustaciones de esmeradas colgado de una gruesa trenza de hilos también de oro. Cuando Remigio fue de visita, la pesadumbre del rostro de Maribel le traspasó el corazón y tuvo que volver a la joyería. Ella se iluminó con una sonrisa de ángel y esperó acariciándose el escote frente al espejo.
     La vendedora, vacilante, sacó el relicario, al tiempo que decía casi con remordimiento:
      - Cuesta un ojo de cara...
      Remigio se mostraba sereno, pero el párpado hundido sobre el hueco del ojo izquierdo se estremecía en retorcidas convulsiones, como si quisiera gritar. Al verlo, la vendedora guardó la joya, tomó a Remigio del brazo y se fue con él a un bar próximo. Allí le habló con dulzura, hasta asegurarse de que el corazón del muchacho había quedado en paz. Cuando se separaron, él fue resueltamente a la casa de Maribel para exigirle que le devolviera el anillo. El rugido de Maribel fue una tormenta.
       -¡Nunca! ¡Jamás! ¡Antes, tendrás que cortarme el dedo!
       Remigio le cortó el dedo y salió satisfecho con el anillo. En la esquina, lo esperaba la vendedora.
                                                                                   Mita Homs

domingo, 10 de junio de 2012

Jorge Accame

Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1956. Desde 1982 está radicado en Jujuy, Argentina. Estudió Letras en la Universidad Católica Argentina de Buenos Aires; enseña en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy. En 1998, su obra Venecia fue estrenada en Buenos Aires, en el Teatro del Pueblo. Desde entonces se ha representado en Inglaterra, España, Eslovenia, Estados Unidos de Norteamérica, Canadá, México, Colombia, Venezuela, Perú, Chile, Brasil, Uruguay, Bolivia, y en la mayoría de las provincias de Argentina. Con Venecia ha ganado varios premios, entre ellos el Florencio Sánchez. Ha sido becado por la Fundación Antorchas para asistir al Programa Internacional de Escritura en la Universidad de Iowa (Estados Unidos). También recibió becas del Fondo Nacional de las Artes, del Instituto Nacional del Teatro, de la Fundación Civitella Ranieri, la Colonia MacDowell, la Corporación Yaddo y la Fundación Guggenheim. Ha publicado Cuatro poetas, Punk y circo, Golja (poesía), Cumbia, Ángeles y diablos, Día de pesca, ¿Quién pidió un vaso de agua?, Cuarteto en el monte, El jaguar, El mejor tema de los '70, Diario de un explorador (cuentos); Concierto de jazz y Segovia o de la poesía (novela). Entre los títulos de sus obras teatrales figuran Casa de piedra, Chingoil Compani, Suriman ataca, Venecia y Hermanos.

FLORES

Yo era profesor de Castellano en la Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el segundo año A de bachillerato, tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.
Por las dudas, en los días sucesivos pregunté en otros cursos: todos ignoraban su origen. Repasé las listas en vano. Nadie apareció con ese apellido.
No me sorprendí demasiado. Un escrito aplazado era quizás eludido hasta por su propio dueño. Probablemente abusando de mi ignorancia acerca de los integrantes de cada grupo, alguien había firmado con seudónimo previendo el resultado fatal.
Hacia septiembre, volví a examinar al segundo año. Corregí los trabajos y me encontré —creo que lo esperaba— con otra hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había aprobado.
No llevé a cabo más pesquisas. Ahora estaba seguro de que Flores pertenecía a segundo A. Haber encontrado dos veces un trabajo suyo entre las evaluaciones de ese grupo lo confirmaba. Sospeché que se trataba de un nombre apócrifo de algún bromista que había hecho dos pruebas. Una, firmada con su verdadero apellido para obtener un concepto real; la otra, que debía atribuirse a una sombra —Flores— y que era entregada con el solo propósito de perturbarme.
Durante el recreo, mencioné el episodio en el buffet del colegio, delante de mis colegas. En ese momento el comentario no produjo ningún efecto. Nunca se escucha realmente lo que dice el otro, salvo que el discurso sea por mera casualidad el que uno mismo está por decir.
Cuando ya iba a entrar al aula, sentí que me aferraban del brazo para detenerme. Era una preceptora.
Se la veía nerviosa.
—Sin querer —murmuró— he oído lo que relató en el bar.
Le dije para tranquilizarla que no tenía la menor importancia.
Ni siquiera intentó escucharme y empezó a hablar:
—Había hace tiempo, en segundo A, un chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era voluntarioso y estudiaba mucho, pero sus deficiencias —mala escuela primaria o falta de cabeza, se ve— le impidieron eximirse. Una tarde, cuando venía hacia aquí a rendir examen por quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y murió. Fue la única materia que quedó debiendo para siempre.
La narración era algo melodramática. Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión entre aquellas coincidencias me inquietó por varias semanas.
Ese verano, tomé la evaluación final en segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé sin leerla. Al día siguiente, la dejé sobre el pupitre de un aula vacía.
Ya no volví a saber de mi inexistente alumno. Deliberadamente, deseché una última explicación posible: la intervención de algún familiar o amigo íntimo del difunto, que cursara en la escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y simbólicamente su voluntad truncada.
Para mí (y para la sombra) había una sola realidad: Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado.

En el borde del barranco

La mujer apareció de golpe sobre la ruta y le hizo señas para que se detuviera. El hombre frenó en la banquina unos metros más adelante. Ella se acercó y asomándose hacia adentro por la ventanilla, le dijo:
-¿Puede ayudarme? Mi auto se desbarrancó.
El hombre miró y descubrió un cartel arrancado y la huella profunda de unas ruedas que terminaban en el vacío.
- Suba – le ofreció.
Pero ella dijo que iría a pie para mostrarle el camino.
El hombre la siguió hasta la curva. La vio parada en el borde del barranco, con el brazo extendido, inmóvil por unos segundos.
Luego la perdió en la neblina.
Bajó de la camioneta y cerró con llave. En el fondo del monte divisó un automóvil rojo atorado en la maleza. Era un atardecer nublado y el verde de las plantas resplandecía.
- Señora - llamó.
Comenzó a descender lentamente porque la barranca era casi vertical. Resbaló dos veces antes de llegar y se rompió el pantalón. Pensó en la mujer. Se preguntó cómo se las había arreglado en una pared tan escarpada.
- Señora – llamó otra vez.
Escuchó un llanto de niño que provenía desde el interior del auto. Se aproximó y a través de los vidrios astillados distinguió en el asiento de atrás un bebé de meses.
En el sitio del conductor había un cuerpo doblado sobre el volante.
El hombre tanteó las puertas pero estaban trabadas. Con cuidado, terminó de romper el parabrisas. Se retorció hacia adentro, llegó hasta el niño y lo sacó. Lo apoyó en el pasto, envuelto en su campera.
Luego volvió por el conductor. Era la mujer que lo había detenido en la ruta. Empujó su cuerpo suavemente hacia el respaldo. En el peso comprendió que estaba muerta. Una muerta serena, sin muecas de dolor ni de miedo. Sólo en los suaves labios morados se alargaba un suspiro de cansancio, porque su instinto de hembra la había forzado a trabajar más allá de las jornadas humanas. 

POSESIÓN

Los cuatro volvíamos de un baile de carnaval. Íbamos cantando a los gritos por la ruta. Serían las tres de la madrugada, pero el pueblo todavía andaba por las calles. En el cruce, Osvaldo y Juan se detuvieron. Había una mezcla de músicas y albahaca en el aire.—Bueno, aquí los dejamos —me dijo Osvaldo guiñándome un ojo.—Nos vemos mañana —respondí.  No pregunté adónde iban, porque quería estar un rato a solas con Estela. Si por mí hubiera sido, me habría separado de ellos mucho antes.—Pórtense bien —dijo Juan. Los dos me dieron la mano tres o cuatro veces y saludaron a Estela con un beso.—Adiós —balbuceó Osvaldo. Juan eructó. Tenían una linda macha. Los empujé con suavidad.—Váyanse —dije.—Adiós. Bajaron hacia las casas. Me quedé viendo cómo se alejaban y doblaban una esquina. Miré el cielo. Suspiré. Abracé a Estela y le pregunté si me amaba. Me contestó con voz de hombre. Yo también estaba medio borracho pero me di cuenta de que había contestado con voz de hombre. Después soltó una carcajada que me encrespó el espinazo. La contemplé estupefacto, sin reaccionar. Me pegó un sopapo que me hizo doler el cuello por la violencia con que me dobló la cabeza.—¿Qué te pasa a vos? —desafió y volvió a reírse. Me asusté. El mareo de la cerveza que había tomado desapareció en segundos. La sacudí y la llamé por su nombre, pero se deshizo de mí y me empujó a un costado de la ruta.—Yo te puedo —dijo burlándose, y me insultó masticando repulsivamente unas palabras  que no comprendí. Dio media vuelta y empezó a alejarse del pueblo. La alcancé, la agarré del brazo y latironeé. Ella giró la cabeza y se rió.—Qué me vas a poder a mí —dijo, y me arrastró unos metros. Vi cerca cuatro o cinco niños y sentí miedo. —Shh. Vienen chicos. Sorpresivamente se tranquilizó, el rostro se le acomodó en los rasgos que yo le conocía y pareció debilitarse. Tuve que sujetarla para que no cayera al suelo. Los chicos pasaron riendo. Iban tirándose harina y papel picado. Nos saludaron y prosiguieron rumbo al pueblo. Con Estela entre mis brazos, los vi perderse en una de las primeras calles. Era una noche brumosa por el polvo que se levantaba permanentemente a causa de los bailes. Cuando bajé la vista, me encontré con los ojos abiertos de mi novia fijos  en mí.—¿Estás bien? —le pregunté con temor. Ella sólo me observaba, en silencio. La acaricié. Estuvimos así unos segundos. Después la boca se le empezó a deformar y le reventó en una carcajada.
Se incorporó.—Yo te puedo a vos —dijo con voz gruesa. Caminó un trecho en cuatro patas. Después se puso de pie. Me arrojé encima y la abracé por la espalda. Ella se revolvió como loca para zafarse, pero yo había atenazado mis manos sobre su estómago. Aunque su fuerza era brutal, no pudo desprenderse. —Quédate quieta —le ordené. —Soltame que te mato.—Si te quedás quieta, te suelto. Yo la sentía jadear agitada; algo pegajoso me mojó las manos. De repente volteó la cabeza y noté que de su boca salía una baba oscura. La apreté más. Hizo un último esfuerzo y tensó los músculos. La aguanté. Después de algunos segundos se aflojó y cayó desmayada. Deposité su cuerpo relajado sobre la arena .Permanecí a su lado un rato para verificar que no fingía y fui corriendo al pueblo a buscar a doña Sara, una vieja rezadora. La mujer me atendió medio dormida asomando su cabeza de tortuga por la puerta entornada.—¿Qué hay? —preguntó. Le expliqué lo que sucedía, pero con la agitación no podía hablar con claridad. Al fin, le hice entender que Estela estaba mal y me dijo que la aguardara. Doña Sara salió en seguida, cubierta con una manta. Fuimos a paso rápido, mientras yo intentaba darle más detalles del extraño comportamiento de mi novia. Desde lejos, antes de que llegáramos, vi que Estela no estaba en el sitio donde la había dejado. Busqué a lo largo de la ruta. La descubrí deambulando más allá del cruce. Parecía un espectro, con su traje de carnaval. Era un disfraz de viuda, negro y largo, y las luces de los vehículos que pasaban lo hacían relampaguear. La alcanzamos y empezamos a corretearla por el campo, porque no quería detenerse a escucharnos. Con doña Sara la agarramos y la tironeamos hacia el pueblo.—Déjenme, —gritaba Estela y se reía. Rugía, nos pateaba. A veces lograba arrastrarnos un trecho, pero en seguida se cansaba y volvíamos a empujarla hacia las casas. La vieja sacó desde abajo de la manta un frasco con agua bendita y comenzó a rezar entre los ronquidos de burla de Estela, que desfallecía contrayéndose como una lombriz en la sal. Luego se recuperaba, se alejaba unos pasos y de inmediato volvía y enfrentaba a doña Sara con insultos rarísimos y asquerosos. Alguna gente había acudido y nos contemplaba. La vieja recogió un poco de agua del frasco entre los dedos y empezó a rociarla con apuro; sentí que algunas gotas me salpicaban en la cara, pero Estela no se mojaba. Le tiró directamente con la boca del frasco. El agua bendita no la tocó, la atravesó y cayó manchando la tierra. Vino más gente. En la confusión reconocí a Osvaldo y a Juan. De pronto, Estela se lanzó sobre doña Sara e intentó morderla, le horadaba con sus dedos el cuerpo para desgarrarla. La vieja trataba de mantenerla alejada a manotazos. Entre varios las separamos y sujetamos a Estela, pero ella nos despidió lejos, como un tornado. Su fuerza era terrible; sin embargo, como ya le había sucedido otras veces durante esa noche, de repente se extenuó y pudimos controlarla. La llevamos hasta la iglesia. Parecía una potra cansada. Osvaldo, Juan y yo la metimos adentro y cerramos las puertas. En cuanto la soltamos, Estela pegó un salto y se trepó a una de las paredes. Empezó a caminar hacia el techo como una mosca