miércoles, 27 de julio de 2011

AUTORES JUJEÑOS

Héctor Tizón
Argentino
1929

Héctor Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Yala, provincia de Jujuy. Fue abogado, periodista, diplomático, exiliado y regresado. Por estos días es Juez de la Corte Suprema en su provincia natal y uno de los mejores escritores de lengua española. Ha viajado largamente por el mundo; como diplomático de 1958 a 1962, como exiliado de 1976 a 1982. Vivió en México, París, Milán y Madrid, pero "su lugar en el mundo", al que vuelve una y otra vez, es Yala, Jujuy. Su primer libro fue publicado en México en 1960, A un costado de los rieles. Parte de su obra, siempre fiel a sus raíces y su lugar de origen con sus mitos e historias, ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco y alemán. A su actividad profesional como juez y escritor, le suma también el de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, "cargo" que le otorgara el gobierno francés recientemente.

.: Obras de Héctor Tizón

-1960 A un costado de los rieles
-1969 Fuego en Casabindo
-1972 El cantar del profeta y el bandido
-1972 El jactancioso y la bella
-1975 Sota de bastos, caballo de espadas
-1978 El traidor venerado
-1984 La casa y el viento
-2006 Cuentos completos
-2008 El resplandor de la hoguera

.: Premios otorgados a Héctor Tizón
-2004   Konex de Brillante

.: Textos para leer de Héctor Tizón
Anotaciones sobre la Guerra Sucia (Cuento)
Discurso de Hector Tizón en el Congreso de la Lengua celebrado en Rosario, Argentina (Discurso)
Epifanía (Cuento)
Nunca es posible regresar a nada (Cuento)



Ciego en la resolana

   Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa . En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido.


    Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego ­ horas, a veces ­, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce:

    ¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!     Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.
Posdata
   El borrador de este cuento ­si lo es­ data de unos veinte años atrás, y apenas si admitió un retoque.

    Siempre me han fascinado las mujeres jóvenes y gordas que cantan. Generalmente las mujeres que cantan son gordas. Las mujeres gordas me han parecido siempre tiernas e irresponsables. Además, las mujeres gordas siempre mueren jóvenes y son así las verdaderas heroínas románticas. En provincia no hay mujeres gordas que valgan la pena, porque en provincia no hay ópera.

   Pero estos personajes han sido mis vecinos y vivían al otro lado, donde el río hace una curva pronunciada. De niño, yo solía llevarle a la dama, de vez en cuando, una cesta con frutillas que le enviaba mi padre. Ella entonces me daba unos besos exagerados pero normales. Era húngara o algo así, o lo había sido. Su marido aún no estaba ciego. En realidad, nunca lo estuvo.
Petróleo
Héctor Tizón* 

(A mi tío Agustín, por si algún día para de andar y alcanza a leerlo)
Un alargado grito, un llamado; algo que se escuchó con toda claridad desde el viaducto hasta el vaciadero municipal de basuras, y aún más allá, interrumpió la sosegada siesta de los ranchos. Nosotros, que desde el mediodía estábamos tratando de pescar algunas viejas, levantando con la parsimonia necesaria las piedras de la costa luego de haber enturbiado el agua, también lo oímos. Prestamos atención entonces y volvimos a escuchar:

-¡Eh! ¡Julián, Segundo, Gertrudis, Gabino, doña Trinidad! ¡Vengan todos!

Buscamos al autor de los gritos y enseguida lo distinguimos. Nicolás agitaba los brazos y volvía a repetir sus alaridos, desde la copa inmensa de un sauce.

-¡Petróleo! -exclamó-. ¡Es petróleo!

Sinceramente creo que aunque había escuchado alguna vez esa palabra no conocía exactamente su significado. Por eso quizás El Laucha y yo, a pesar de los gritos, no prestamos mayor interés al asunto. Por el momento nos preocupaban las viejas; alguien había ofrecido comprárnoslas a razón de dos por quince centavos y además nos gustaba meter los pies en el agua. Eso era bueno. Incluso creo que El Laucha, o yo mismo, no recuerdo bien, dijimos:

-Nicolás ya está machao de nuevo.

Nos encogimos de hombros. El agua estaba buena y si juntábamos unas veinte viejas más ya alcanzaría para algo: una camiseta de Boca Juniors que quería El Laucha y también para esa careta de burro que a mí me gustaba para Carnaval. Era una linda careta la que había visto, grande, de largas orejas suaves y a la que creo, por añadidura, vendían con un pito, para Carnaval.

De modo que seguimos tratando de sacar el mayor número de viejas posible, por la costa, aguas abajo.

De vez en cuando pasaba un tren y la vibración de su marcha, el torvo sonido de la locomotora llegaba hasta donde estábamos. A veces ni siquiera levantábamos la cabeza para mirarlo, pero cuando lo hacíamos alzábamos la mano saludando a los lejanos pasajeros que miraban tristes o indiferentes desde las ventanillas.










-Raúl -me dijo por ahí El Laucha-, ¿vos sabés lo que es petróleo?

Deploré, no lo niego, no estar al tanto lo suficientemente sobre petróleo. Pero dije:

-Sí.

-¿Es eso que les echan a las máquinas? -volvió a preguntar.

-Sí.

-¿Para qué sirve?

-Andá a saber -dije yo.

El sol se había ocultado hacía un buen rato. El agua estaba turbia y ya casi no distinguíamos nuestras propias manos.

-Vamos -dije entonces-. No se ve.

Fue un trabajo duro llevar entre los dos la bolsa con el pescado a cuestas.

Atravesamos la playa del río, subimos al terraplén del ferrocarril y nuevamente bajamos. Entonces distinguimos las luces del caserío; había más que de costumbre. Escuchamos el sonido de fuegos artificiales y el loco ladrar de los perros; desde más cerca ya el viento traía con intermitencia voces, gritos, risas y después nuevamente los estampidos, carcajadas de pobre gente alegre. Hasta que llegamos al descampado, junto a la playa, desde donde comenzaba el rancherío que se extendía barranca arriba. Casi hasta el borde del alto terraplén de las vías ferroviarias.

Aparecimos por el patio del fondo arrastrando nuestra bolsa de pescados. Todo estaba de fiesta. En la casa de Nicolás se bailaba al compás chillón, desafinado, monótono de una ortofónica. Allí estaban todos, habían abandonado sus propias chozas para venir a juntarse aquí, a escuchar la música de la ortofónica y a reír, como cuando llegaba el Carnaval. Me acordé de pronto de la careta de burro y dije:

-Miren. Son ochenta y tres.

Mi tía, que iba y venía, riéndose a carcajadas, sin prestar mayor atención a nuestra bolsa, dijo:

-¿El qué?

-¿Cómo el qué?... ¡Esto!, las viejas.

-¡Bah!... ¿Para qué eso ya?

-Son más de diez pesos. Sacamos la cuenta uno por uno. Este se comprará una camiseta y yo una careta de burro, cuando las vendamos.

-¡Ja, ja, ja! -se rió mi tía- . ¿Para qué ya eso? ¡Hay petróleo, vengan y vean!

Un poco decepcionados dejamos la bolsa en un rincón y fuimos detrás de mi tía.

Bertoldo, un viejo ferroviario inválido, había descubierto el petróleo.Yo y los demás y todas las cientos de personas que llegaron después escuchamos su historia. Y a cada uno que llegaba a preguntar, Bertoldo, limpiándose una supuesta mugre de la boca y escupiendo luego hacia un costado, le contaba: se había levantado esa mañana y después del mate decidióse a plantar unas calas.

-Traeme la pala que voy a poner una fila aquí, al lado de esta barranca -le había dicho a su mujer. La mujer le llevó la pala, y luego de quince minutos de afanoso trabajo, mirando el fondo del pozo que había abierto, dijo:

-Aquí hay un barro podrido, negro y hediondo. Siguió cavando, pero después el barro se hizo menos denso y al cabo todo el fondo estaba cubierto por una superficie negra y líquida. Entonces cesó de trabajar, consultó a su vecino y luego a otro y a otro. Comenzaron a cavar nuevos pozos y el resultado se fue repitiendo. Hasta que Nicolás dio el aviso con aquellos alaridos que a todos les volcó el corazón.

Esa noche, mientras algunos bailaban y reían a carcajadas alrededor de la ortofónica, el resto recorría la zona desde la playa hasta la falda de la barranca husmeando los rincones. De lejos se dis- tinguían las luces de los faroles encendidos moviéndose, deteniéndose, volviendo a andar de un lado para el otro.

Nicolás ahora vagaba por las vías como un loco, llamando a gritos a los desconocidos e invitándolos a que vinieran a nuestra casa:

-¡Vengan, vengan! -decía-. ¡Todos seremos ricos!

Al cabo llegaron dos linyeras, un mendigo y un viejo ciego guiado de la mano por un niño que tenía un manojo de diarios debajo del brazo.

Toda la noche duró la alegría; las risas continuaron hasta el amanecer, interrumpidas tan solo por el estrépito de los trenes que pasaban.

Al día siguiente, desde temprano, todos estaban de pie, y cuando regresamos con El Laucha luego de vender las viejas, sorprendimos a un centenar de personas cavando pozos, hachando árboles, destruyendo los pequeños jardines, sumergiendo palos en los charcos; todos se ayudaban mutuamente.

Al mediodía, cuando llegó el cura, aquello parecía un campamento en actividad. Algunas mujeres habían cocinado en la playa y repartían la comida a los que trabajaban y también a los curiosos. Mi tía carneó la única gallina que teníamos y uno de los linyeras repartía las presas entre la gente.

El cura llegó cubriéndose con una negra sombrilla y después de conversar con algunos de los hombres se encaramó sobre una piedra y entre otras cosas dijo:










-No nos vanagloriemos, hijos, y demos gracias al Señor. Él les ha mandado esto porque quiere a los pobres.

Después recorrió todo el rancherío echando agua bendita sobre el suelo y pronunciando en voz muy baja y con rapidez, ininteligibles palabras. Luego aceptó unas empanadas. Algunos perros ladraron frenéticamente al cura durante la ceremonia. El ciego, de la mano del niño, permanecía sentado en un tronco en medio del alboroto y de vez en cuando mordía un choclo asado, mirando a lo lejos con sus ojos vacíos.

Nicolás, que se había comprado un traje nuevo invirtiendo de un solo golpe sus ahorros, paseábase auscultando la superficie de la tierra.

Al día siguiente fue convocada toda la gente a reunirse debajo de un gran ceibo. Nicolás habló imponiendo silencio. Hombres y mujeres, bien peinados y vestidos, como cuando iban al pueblo, escucharon atentos.

-Señores -dijo Nicolás-.Vamos a ser ricos. Tendremos casas de dos pisos, y también tendremos zapatos y podremos andar en autos de alquiler. ¿Comprenden ustedes lo que es ser ricos?

Nadie contestó y entonces Nicolás continuó hablando.

-Todos podrán comprarse una radio y un sombrero y tal vez un caballo y muchas gallinas y chanchos, ¿comprenden? Y también podremos guardar dinero para cuando seamos viejos y no como ahora; y comprar remedios para no andar muriéndonos por ahí como unos podridos. Seremos ricos. ¿Comprenden lo que es ser ricos?

-Rico es el que jode al pobre- dijo entonces alguien.

-No solo eso -contestó Nicolás sin prestar mucha atención-. Vamos a envasar el petróleo y entonces nos mandarán el dinero y podremos tener todo eso y tal vez un pedazo de tierra, ahora sí.

Después de la reunión debajo del ceibo, todos volvieron al trabajo de la búsqueda; ya algunos empezaron a juntar el líquido dentro de unos tachos, para envasarlo.

Así pasaron uno y dos días. Alguien había dado alojamiento al ciego y al niño y los linyeras se instalaron en casa de doña Gertrudis.

De sol a sol la gente trabajaba moviendo las piedras y tratando de cavar más pozos, o mirando horas y horas los que ya estaban abiertos.

Cuando pasaba algún tren, todos hacían un alto para saludar a los pasajeros, con los brazos levantados, agitando los sombreros.

También nosotros abandonamos la pesca, porque debíamos ayudar a repartir la comida -que ya era escasa- entre todos.

Al quinto día los linyeras se fueron y llegaron los técnicos. Eran tres hombres rubios; apenas si hablaron; miraron en derredor, caminaron de un punto a otro, seguidos por la gente que los miraba emocionada, tratando de escuchar alguna buena palabra. Pero nadie entendió nada.

Al día siguiente volvieron a venir los hombres, acompañados de otros. Subieron hacia el borde de la barranca, traspusieron las vías ferroviarias y luego regresaron. Después se llevaron tres grandes botellas llenas de petróleo.

Y no volvieron. Pero al cabo lo supimos: el yacimiento no existía, sino que era una pequeña acumulación subterránea escapada de la cisterna rota del ferrocarril.

Después nada sucedió. Con El Laucha decidimos volver a pescar, sobre todo porque ya era inminente el Carnaval y debíamos tener dinero para comprar serpentinas.

Los trenes seguían pasando, velozmente, haciendo vibrar el suelo.

Pero desde aquel día Nicolás había tomado la costumbre de encaramarse al sauce y pasar allí largo tiempo atisbando, para de vez en cuando bajarse, cavar con dramático entusiasmo un pequeño pozo, hundir un palo en el blando fondo humedecido y quedarse por último mirando largo tiempo el extremo del palo. Sin decir una sola palabra. Soñando.


EL LLAMADO


    Al principio levantó dos o tres veces la cabeza y trató de perforar la oscuridad con sus ojos mansos. Luego volvió a la misma posición apoyando el hocico sobre sus patas delanteras.
Afuera tronaba la tormenta llenando el cielo de descargas. Después comenzó a caer el aguacero con furia extraordinaria.
  Él le había recomendado: "Espérame aquí. Vuelvo al anochecer".
El fuego que el hombre dejara alimentándolo antes de salir iba muriendo
en un montón de cenizas. Las sombras cayeron poco a poco, la noche ganó primero el interior de la casa.
   Ahora bramaba la tormenta y entre el ruido del agua contra los techos de cinc y los truenos se percibía a veces el ronco agudo silbar de las locomotoras. Era como si el mundo probara sus instrumentos antes de empezar una estruendosa sinfonía.
   El animal por fin se incorporó dando un aullido. Después empezó a ladrar con todas sus fuerzas y a recorrer la habitación de un extremo a otro. Luego se trepó a los muebles, tumbando una mesa con lo que había encima, enloquecido por la lluvia, los truenos, el encierro. También comenzó a aullar largamente y a arañar la puerta parado sobre sus patas traseras. hasta que , cuando en el interior de la casa reinaba el desorden, distinguió la ventana. Primero fue hasta ella y pegó el hocico contra los cristales, después quiso introducir las uñas en las junturas. Sus ojos mansos, desesperados brillaron un instante cuando la luz de un relámpago iluminó fugazmente el interior. Desde allí contempló la calle que era un lodazal solitario. Retrocedió una corta distancia, tomó fuerzas y abalanzándose contra el ventanal pudo caer hacia afuera.
  Ya casi había cesado la lluvia. Entonces, magullando, perdiendo abundante sangre por el óvalo de un ojo que una astilla de vidrio le vaciara, renqueando, logró llegar hasta el final del callejón junto al descampado en que él yacía con el cuerpo todavía caliente, para lamerle la profunda herida por donde acababan de arrebatarle la vida.

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