AUTORES JUJEÑOS
Alberto Elías Alabí Dahan
Biografía
Nació en 1959 en Jujuy. Profesor Universitario y Vicerrector del Colegio
Nacional fundado por Sarmiento en 1869. Distinciones: Primer lugar en el
Certamen Internacional de Cuento Visceralia 2006; Tercera Mención Premio
Federal Cuento 2000; Mención de Honor del Jurado Premio Federal Poesía 2003 del
Consejo Federal de Inversiones; 2º Premio III Concurso Provincial de Teatro
2004; Premio Artes y Letras en 1992, 1993 y 1995; Mención Especial en el 45º
Festival Nacional de Cosquín 2005. Colabora en investigaciones lingüísticas con
Flora Guzmán, escritora y esposa del novelista Héctor Tizón (EDIUNJu
1996-1998). Miembro de la revista "El Duende"; jurado en certámenes
literarios nacionales y regionales; representante en la Feria del Libro junto a
los poetas Jorge Calvetti y Domingo Zerpa en 1997 y 1998. Colaborador en
publicaciones especializadas en Lingüística y Literatura. Libros editados:
"Bitácora del Aire" (1995), cuentos, Ed. Cuadernos del Molle, Jujuy;
la novela "Manual para ya no Amar tanto la Patria" (2002). Ed.
Cuadernos del Duende, Jujuy; el libro de cuentos "Observatorio de
Traiciones y Fugas" (2006), Editorial Visceralia, Santiago de Chile. Su
obra figura en antologías poéticas y narrativas de Argentina y su cuento
"Tres Patas" fue publicado por Edinexus, España en "Historias de
Fútbol, días de mundial".
CHAROL - ESPEJO
Alberto Alabí
Vos debés ser nuevo, ¿no?; ¿tenés hermanito? A tu edad yo también ya
lustraba. A veces se me da por acordarme; no sé, será la edad o el cajoncito.
Yo también tenía cajoncito hechizo, sin banqueta, me sentaba en un tarro de
leche Nido. Pero me acuerdo que la moda obligada (sin resentimiento, no te
creás) era casimir inglés con chalina de alpaca sobre los hombros (¡había que
tener chalina de alpaca!) Los zapatos tenían que ser Guante prusianos, el
sombrero de fieltro con visera volcada, la camisa Lavilisto blanca y Atkinson
detrás de la oreja para los grandes. Bidú, Gomicuer, suspensores Casi,
Far-West, Glostora y pastillas Volpi para los chicos. Digo para los hijos de
padre con chalina (esta bigornia está chueca) Yo lustraba en la Belgrano y
Necochea, me decían Hijito. Era el preferido de los subtenientes del 2 de
Montaña, porque nadie dejaba las botas como yo. Primero una desbarrada general.
Ahí nomás el Monje Negro preparada con saliva pura, una cepillada rapidita y el
tincazo en la puntera para cambiar de pie. Mientras se oreaba la pata
izquierda, repetía en la derecha. Después una castigada furiosa de paño blanco
con el trapo de algodón. Ahí la bota quedaba caliente y sobre el pucho una
untada generosa de Guasinton marrón militar. Primero la caña, bajar despacio
hasta la capellada y rematar con la zurda el contrafuerte y con la derecha la
puntera. Parece que le hacía como cosquillas, porque en ese momento el milico
dejaba de mirar a las chuchetas del centro y clavaba la vista sobre la nuca de
un servidor. Cuando me daba cuenta de que el coso me estaba mirando, sacaba los
peludos y soltaba la fiesta: ponía los dos cepilllos en la derecha y -mientras
me hacía el de buscar en el cajón- tiraba un cepillo al aire que pegaba un
mortal limpísimo, pero yo me hacía el ocupado más en la búsqueda que en los
malabares. El cepillo volador daba dos vueltas impecables en el aire y caía
siempre contra la espalda del que quedaba en la mano. Yo (¡mentira!) seguía
atareado buscando en el cajón, ¿ves? Cuando decidía encontrar la cera, remataba
el acto con un salto mortal triple del volador y lo dejaba clavarse pelo a pelo
con el de la mano. Esto almidonaba al militar y entonces remataba el acto con
una rutina fragorosa de paño galopeado -previo toque de cera por toda la bota-.
El final me dejaba la misma sensación que te da comer puchero, no sólo por el
jueguito de los cepillos, que era como condimentar el plato, sino por el
resultado charol-espejo de la bota; era como el eructo de la satisfacción.
Después, como de postre, una franeleada con el trapo con la propaganda de
Delgado -para relajar ¿ves?-, y terminaba el acto con una sonrisa de nene
inocente. ¡Mira vos, nene inocente, ja! (calzá el cajón que está en falsa
escuadra) Me encantaba la palmada de los subtenientes rubios y de bigotes que
me pagaban sin esperar el vuelto (no, papá, primero sacá el barro) Pero me
ponía como loco cuando me decían “Pibe, sos un campeón” No por lo de campeón,
sino que pibe me sonaba a porteño, ¿ves?; se me hacía que no estaba en esa
esquina, sino en Buenos Aires, y que los milicos rubios eran mis amigos.
¡Fijate, un lustrín amigo de los porteños y de los milicos! (la botamanga,
levantá la botamanga) Para esa época, mi mamá ya pedía (¡guarda la media,
pendejo!) A mí me daba una rabia bárbara que pidiera cerca de donde yo
lustraba, porque todos me jodían. Los únicos que no me jodían eran los milicos,
pero los otros me volvían loco. Es que mi vieja era muy joven todavía. De ahí
me quedó el apodo de "Hijito", todos me decían Hijito (¡que te parió,
guarda la media!) El que empezó creo que fue el moto Borsa, ya no vive. La
miraba a la vieja como para dibujarla. Puta, y yo le rogaba que no cruzara la
calle cuando los autos tenían luz alta, porque se le traslucían las piernas,
pero ella nada. Era como hacerme la contra, cruzaba justo cuando el moto Borsa
o el loro Chorbandi acomodaban los diarios junto a mi cajoncito. Yo de rabia
lustraba como loco, me desquitaba con los trapos y ni escuchaba lo que me decía
la vieja, porque me daba cuenta de que estaba presumiendo: hablaba para los
otros, decía cualquier cosa; no sé, me contaba que había comprado carne para el
almuerzo, pero siempre la morfe era mate y bollo, o decía que se había cruzado
con mi maestra y a mí me habían echado como dos años antes (¡eh!, ¿qué me
querés romper el tobillo?) Para colmo, hablaba a los gritos... Es que era
joven, ¡qué querés! Gracias a Dios que los malevos se cortaban cuando ella
estaba cerca y medio que se ponían respetuosos conmigo (ojo, la media) Pero lo
único que yo quería era que se fuera. Finalmente se iba y era la misma
sensación de volver a tragar aire, como cuando me nebulizaban en el hospital.
Pero el remanso no duraba mucho porque, bien se alejaba la vieja, desaparecía
el respeto contenido y de nuevo comenzar las historias de carne, saliva y
gritos en las que mi mamá era siempre la actriz principal, ¡moto hijo de puta!
(¡apretá el trapo, maricón!) Para lustrar en la Belgrano y Nechochea hay que
ser pesao (¡poné más pomada, carajo!) El lugar se gana a lo macho y a lo macho
me lo gané. Antes no era como ahora, no, antes había escalafón jerárquico, y
tuve que desplazar al titular por la razón o la fuerza (¡no, no, dejalo que se
oree más!) En orden ascendente fueron: el ciego Abán (violín estallado contra
el piso); Vidalita Tolaba (sustracción de bicicleta y lesiones en el cuero
cabelludo); la Calandria Vega (atenciones sexuales); el Pocoto Abeijón (amenaza
de incendio en el domicilio particular) Llegar a instalar el cajón en la
Belgrano y Necochea no sólo me costó las maniobras anteriores sino caerle
simpático a Borsa y Chorbandi. Costó bastante, pero de a poco me los fui
ganando; claro que tuve que comerme muchas delicadezas referidas a mi madre. Lo
fiero no eran las bromas, sino esas risas gritadas como alaridos con las que se
festejaban las ocurrencias -sonaban como despertadores dentro de una olla, como
cajas de herramientas derramadas en un confesionario-. Pero algún sapo hay que
tragarse. ¡Pobre vieja!, en esa época todavía sabía vender flores (primero
calentá con el cepillo y después pasá el trapo, chambón) Los pobres nunca
pueden ser felices del todo, ya te vas a dar cuenta, changuito. Cuando logré
instalar el cajón en la esquina, no pudimos celebrar como corresponde porque
justo se había muerto la criatura. No es que no tuviera pena, no, pero había
logrado un lugar tan importante que quería estar alegre (aflojá los cordones y
meté la pomada debajo de las trenzas, no, en los dos, ¡boludo!) Me duró poco la
alegría porque como a la semana empezó a caer mi vieja. Se había atado el pelo
con un pañuelo verde y acarreaba al hermanito muerto como si estuviera vivo; ya
se le notaba una cosa rara en los ojos. Al principio no dije nada, pero como a
los dos meses la cosa seguía, entonces empecé a hacerme el que no la conocía
(mirá, la próxima mancha y no te pago ni mierda) ¡Qué querés! era visitarme
todos los días con el fiambrecito. ¿Vos has tocado el cuerpito frío de un bebé
muerto? La verdad es que estaba muy frío, ¡puta, eso era lo que me
impresionaba! La pobre vieja me saludaba, hacía que lo besara en la frente
helada y se me instalaba en el descanso de mármol de la farmacia para amamantar
a la criatura muerta. Así estaba durante horas, cambiando de teta al cadáver de
mi hermanito muerto, hasta que había que levantar el cajón y rajar para la
casa. Para colmo yo tenía que cocinar y volver. Y volver era volver a escuchar
las historias de Borsa, que sin sacarme la risa de encima decía que «todo era
nada más que para mostrarle las tetas» (¡que te reparió, la tinta está aguada!,
limpiá, limpiá. ¡No!, con el trapo limpio, ¡pelotudo! ) La calle te enseña de
todo. La calle es de nadie y te la tenés que ganar. Es cosa de ver quién es más
macho. Primero, llegás y tenés que aguantar, después vas midiendo al más blando
y lo apretás, después al otro y al otro. Después te ganás un puesto y esperás,
siempre hay un momento para ascender o para desquitarte porque esa es la ley de
la calle: vengarte o ascender. La calle siempre te da desquite. Pasan autos y
alguien -sin querer- empuja a alguien, eso es desquite; se le muere un pariente
a un lustra y cuando vuelve del velorio, su lugar ya está ocupado, eso es
ascenso. Pero en la ley de la calle nadie pide explicaciones ni por el puesto
perdido ni por el accidente dudoso. Entonces, casi sin querer, vas sabiendo de
qué se trata. Y, de repente, sos el dueño de la calle y organizas a los lustras
para que trabajen para vos, eso da guita. Entonces te entran a respetar. Y
ahora sos el dueño de la calle y ya no tenés que lustrar, ahora te lustran y te
respetan. Ya no le tenés miedo al moto Borsa -porque murió en un accidente-, y
el loro Chorbandi festeja tus ocurrencias con esas carcajadas de fierrerío
estallado en el piso. Ahora sos vos el de este casimir inglés y esta chalina de
alpaca... — ¡Pero qué carajo tengo que contar esto!... Lustrame, pendejo.
Lustrá bien, carajo. Terminá rápido que ahí viene la loca del pañuelo verde...
¡Yo no sé qué mierda le tengo que contar esto a un pendejo como vos!...
¡Lustrá, carajo!
Me encantan los cuentos de Alabí. Muy lindo el blog!
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