FLORES
Yo era profesor de Castellano en la
Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el segundo año A de bachillerato,
tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas
corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al
grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso
Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.
Por las dudas, en los días sucesivos
pregunté en otros cursos: todos ignoraban su origen. Repasé las listas en vano.
Nadie apareció con ese apellido.
No me sorprendí demasiado. Un escrito
aplazado era quizás eludido hasta por su propio dueño. Probablemente abusando
de mi ignorancia acerca de los integrantes de cada grupo, alguien había firmado
con seudónimo previendo el resultado fatal.
Hacia septiembre, volví a examinar al
segundo año. Corregí los trabajos y me encontré —creo que lo esperaba— con otra
hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había aprobado.
No llevé a cabo más pesquisas. Ahora
estaba seguro de que Flores pertenecía a segundo A. Haber encontrado dos veces
un trabajo suyo entre las evaluaciones de ese grupo lo confirmaba. Sospeché que
se trataba de un nombre apócrifo de algún bromista que había hecho dos pruebas.
Una, firmada con su verdadero apellido para obtener un concepto real; la otra,
que debía atribuirse a una sombra —Flores— y que era entregada con el solo
propósito de perturbarme.
Durante el recreo, mencioné el episodio
en el buffet del colegio, delante de mis colegas. En ese momento el comentario
no produjo ningún efecto. Nunca se escucha realmente lo que dice el otro, salvo
que el discurso sea por mera casualidad el que uno mismo está por decir.
Cuando ya iba a entrar al aula, sentí
que me aferraban del brazo para detenerme. Era una preceptora.
Se la veía nerviosa.
—Sin querer —murmuró— he oído lo que
relató en el bar.
Le dije para tranquilizarla que no
tenía la menor importancia.
Ni siquiera intentó escucharme y empezó
a hablar:
—Había hace tiempo, en segundo A, un
chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era voluntarioso y estudiaba mucho,
pero sus deficiencias —mala escuela primaria o falta de cabeza, se ve— le
impidieron eximirse. Una tarde, cuando venía hacia aquí a rendir examen por
quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y murió. Fue la única materia
que quedó debiendo para siempre.
La narración era algo melodramática.
Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión entre aquellas coincidencias
me inquietó por varias semanas.
Ese verano, tomé la evaluación final en
segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé sin leerla. Al día siguiente, la
dejé sobre el pupitre de un aula vacía.
Ya no volví a saber de mi inexistente
alumno. Deliberadamente, deseché una última explicación posible: la
intervención de algún familiar o amigo íntimo del difunto, que cursara en la
escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y simbólicamente su voluntad
truncada.
Para mí (y para la sombra) había una
sola realidad: Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado.
En el borde del barranco
La mujer apareció de golpe sobre la ruta y le hizo señas para que se
detuviera. El hombre frenó en la banquina unos metros más adelante. Ella se
acercó y asomándose hacia adentro por la ventanilla, le dijo:
-¿Puede ayudarme? Mi auto se
desbarrancó.
El hombre miró y descubrió un cartel
arrancado y la huella profunda de unas ruedas que terminaban en el vacío.
- Suba – le ofreció.
Pero ella dijo que iría a pie para
mostrarle el camino.
El hombre la siguió hasta la curva. La
vio parada en el borde del barranco, con el brazo extendido, inmóvil por unos
segundos.
Luego la perdió en la neblina.
Bajó de la camioneta y cerró con llave.
En el fondo del monte divisó un automóvil rojo atorado en la maleza. Era un
atardecer nublado y el verde de las plantas resplandecía.
- Señora - llamó.
Comenzó a descender lentamente porque
la barranca era casi vertical. Resbaló dos veces antes de llegar y se rompió el
pantalón. Pensó en la mujer. Se preguntó cómo se las había arreglado en una
pared tan escarpada.
- Señora – llamó otra vez.
Escuchó un llanto de niño que provenía
desde el interior del auto. Se aproximó y a través de los vidrios astillados
distinguió en el asiento de atrás un bebé de meses.
En el sitio del conductor había un
cuerpo doblado sobre el volante.
El hombre tanteó las puertas pero
estaban trabadas. Con cuidado, terminó de romper el parabrisas. Se retorció
hacia adentro, llegó hasta el niño y lo sacó. Lo apoyó en el pasto, envuelto en
su campera.
Luego volvió por el conductor. Era la
mujer que lo había detenido en la ruta. Empujó su cuerpo suavemente hacia el
respaldo. En el peso comprendió que estaba muerta. Una muerta serena, sin
muecas de dolor ni de miedo. Sólo en los suaves labios morados se alargaba un
suspiro de cansancio, porque su instinto de hembra la había forzado a trabajar
más allá de las jornadas humanas.
POSESIÓN
Los cuatro volvíamos de un baile de
carnaval. Íbamos cantando a los gritos por la ruta. Serían las tres de la
madrugada, pero el pueblo todavía andaba por las calles. En el cruce, Osvaldo y
Juan se detuvieron. Había una mezcla de músicas y albahaca en el aire.—Bueno,
aquí los dejamos —me dijo Osvaldo guiñándome un ojo.—Nos vemos mañana
—respondí. No pregunté adónde iban, porque
quería estar un rato a solas con Estela. Si por mí hubiera sido, me habría
separado de ellos mucho antes.—Pórtense bien —dijo Juan. Los dos me dieron la
mano tres o cuatro veces y saludaron a Estela con un beso.—Adiós —balbuceó
Osvaldo. Juan eructó. Tenían una linda macha. Los empujé con suavidad.—Váyanse
—dije.—Adiós. Bajaron hacia las casas. Me quedé viendo cómo se alejaban y
doblaban una esquina. Miré el cielo. Suspiré. Abracé a Estela y le pregunté si
me amaba. Me contestó con voz de hombre. Yo también estaba medio borracho pero
me di cuenta de que había contestado con voz de hombre. Después soltó una
carcajada que me encrespó el espinazo. La contemplé estupefacto, sin
reaccionar. Me pegó un sopapo que me hizo doler el cuello por la violencia con
que me dobló la cabeza.—¿Qué te pasa a vos? —desafió y volvió a reírse. Me
asusté. El mareo de la cerveza que había tomado desapareció en segundos. La
sacudí y la llamé por su nombre, pero se deshizo de mí y me empujó a un costado
de la ruta.—Yo te puedo —dijo burlándose, y me insultó masticando
repulsivamente unas palabras que no
comprendí. Dio media vuelta y empezó a alejarse del pueblo. La alcancé, la
agarré del brazo y latironeé. Ella giró la cabeza y se rió.—Qué me vas a poder
a mí —dijo, y me arrastró unos metros. Vi cerca cuatro o cinco niños y sentí
miedo. —Shh. Vienen chicos. Sorpresivamente se tranquilizó, el rostro se le
acomodó en los rasgos que yo le conocía y pareció debilitarse. Tuve que
sujetarla para que no cayera al suelo. Los chicos pasaron riendo. Iban
tirándose harina y papel picado. Nos saludaron y prosiguieron rumbo al pueblo.
Con Estela entre mis brazos, los vi perderse en una de las primeras calles. Era
una noche brumosa por el polvo que se levantaba permanentemente a causa de los
bailes. Cuando bajé la vista, me encontré con los ojos abiertos de mi novia
fijos en mí.—¿Estás bien? —le pregunté
con temor. Ella sólo me observaba, en silencio. La acaricié. Estuvimos así unos
segundos. Después la boca se le empezó a deformar y le reventó en una
carcajada.
Se incorporó.—Yo te puedo a vos —dijo
con voz gruesa. Caminó un trecho en cuatro patas. Después se puso de pie. Me
arrojé encima y la abracé por la espalda. Ella se revolvió como loca para
zafarse, pero yo había atenazado mis manos sobre su estómago. Aunque su fuerza
era brutal, no pudo desprenderse. —Quédate quieta —le ordené. —Soltame que te
mato.—Si te quedás quieta, te suelto. Yo la sentía jadear agitada; algo
pegajoso me mojó las manos. De repente volteó la cabeza y noté que de su boca
salía una baba oscura. La apreté más. Hizo un último esfuerzo y tensó los
músculos. La aguanté. Después de algunos segundos se aflojó y cayó desmayada.
Deposité su cuerpo relajado sobre la arena .Permanecí a su lado un rato para
verificar que no fingía y fui corriendo al pueblo a buscar a doña Sara, una
vieja rezadora. La mujer me atendió medio dormida asomando su cabeza de tortuga
por la puerta entornada.—¿Qué hay? —preguntó. Le expliqué lo que sucedía, pero
con la agitación no podía hablar con claridad. Al fin, le hice entender que
Estela estaba mal y me dijo que la aguardara. Doña Sara salió en seguida,
cubierta con una manta. Fuimos a paso rápido, mientras yo intentaba darle más
detalles del extraño comportamiento de mi novia. Desde lejos, antes de que
llegáramos, vi que Estela no estaba en el sitio donde la había dejado. Busqué a
lo largo de la ruta. La descubrí deambulando más allá del cruce. Parecía un
espectro, con su traje de carnaval. Era un disfraz de viuda, negro y largo, y
las luces de los vehículos que pasaban lo hacían relampaguear. La alcanzamos y
empezamos a corretearla por el campo, porque no quería detenerse a escucharnos.
Con doña Sara la agarramos y la tironeamos hacia el pueblo.—Déjenme, —gritaba
Estela y se reía. Rugía, nos pateaba. A veces lograba arrastrarnos un trecho,
pero en seguida se cansaba y volvíamos a empujarla hacia las casas. La vieja
sacó desde abajo de la manta un frasco con agua bendita y comenzó a rezar entre
los ronquidos de burla de Estela, que desfallecía contrayéndose como una lombriz
en la sal. Luego se recuperaba, se alejaba unos pasos y de inmediato volvía y
enfrentaba a doña Sara con insultos rarísimos y asquerosos. Alguna gente había
acudido y nos contemplaba. La vieja recogió un poco de agua del frasco entre
los dedos y empezó a rociarla con apuro; sentí que algunas gotas me salpicaban
en la cara, pero Estela no se mojaba. Le tiró directamente con la boca del
frasco. El agua bendita no la tocó, la atravesó y cayó manchando la tierra.
Vino más gente. En la confusión reconocí a Osvaldo y a Juan. De pronto, Estela
se lanzó sobre doña Sara e intentó morderla, le horadaba con sus dedos el
cuerpo para desgarrarla. La vieja trataba de mantenerla alejada a manotazos.
Entre varios las separamos y sujetamos a Estela, pero ella nos despidió lejos,
como un tornado. Su fuerza era terrible; sin embargo, como ya le había sucedido
otras veces durante esa noche, de repente se extenuó y pudimos controlarla. La
llevamos hasta la iglesia. Parecía una potra cansada. Osvaldo, Juan y yo la
metimos adentro y cerramos las puertas. En cuanto la soltamos, Estela pegó un
salto y se trepó a una de las paredes. Empezó a caminar hacia el techo como una
mosca
Hola por favor te rruegoencarecidamente si puedes facilitarme textos de Accame. Necesito cuatro para trabajar en una materia del profesorado en lengua y literatura. Soy de Catamarca y la verdad, no se consigue mucho. Gracias.
ResponderEliminarMi mail es onixe.terra@gmail.com
EliminarHola por favor me pueden alludar como puedo describir con mis palabras el texto de flores de jorge accame
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